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    miércoles, 24 de marzo de 2010

    San Romero, 30 Aniversario de su martirio


    Miguel Ángel Ciaurriz, oar / Desde otra orilla en Clave Digital


















    Mártir del pueblo salvadoreño.  En los próximos días, el 24 de este mes de marzo, se cumplirá el trigésimo aniversario del asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo en aquellos años de la arquidiócesis de San Salvador en el país centroamericano.
    Sobre las seis de la tarde mientras celebraba la eucaristía en el oncológico de la capital, donde residía en una pequeña habitación que ni baño tenía, uno de los muchos escuadrones de la muerte que abundaban en aquel país sangrado décadas de guerra, acabó con su vida terrena dando inicio a su vida inmortal.
    No era Romero ni cura ni obispo de perfil revolucionario; más bien todo lo contrario. Pero en esta vida se puede ser conservador o de ideología revolucionaria pero no ciego. Y fue la realidad vivida en ese diminuto país centroamericano conocido como el “pulgarcito de América” por el sobrenombre que le dio en 1931 la poetisa chilena Gabriela Mistral, lo que cambió la manera de leer el evangelio a este “obispo de derechas”.
    Sabía Romero que su vida peligraba. Ya en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en febrero de ese 1980 fue víctima de un atentado dinamitero que no acabó milagrosamente con su vida, y la de los fieles que llenaban el templo para escuchar al prelado.
    Un mes después, el domingo 23 de marzo mons. Romero pronunció su última homilía, considerada por algunos como su sentencia de muerte debido a la contundencia de sus denuncias. Para la posteridad queda ese grito desgarrador de quien está a punto de ser sacrificado: “en nombre de Dios y de este pueblo sufrido... les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, CESE LA REPRESION”.
    Al día siguiente todo quedaría consumado. Fue enterrado el 30 de marzo y sus funerales fueron una manifestación popular de respeto, adhesión y cariño. Sus queridos campesinos, las viejecitas de los campos, los obreros de la ciudad, algunas familias adineradas que también lo querían, estaban frente a la catedral para darle el último adiós, prometiéndole que nunca lo iban a olvidar. Sus funerales siguieron marcados por la violencia.
    He leído que en días pasados la Conferencia Episcopal de El Salvador en un documento dado a conocer a la opinión pública ha reconocido que en estos momentos hay un ambiente más favorable y propicio para darle continuidad a su causa de beatificación que en algún despacho de Roma descansa desde 1996.
    Tuve la suerte de coincidir en la capital salvadoreña cuando se celebraba el vigésimo aniversario de su martirio y participar en los distintos actos que un grupo de comités programaron para celebrar su memoria. Recuerdo que, reportando para la revista española Vida Nueva, entrevisté a un campesino, que se llamaba Carlos Alvarenga, catequista muy cercano a monseñor Romero. Su causa de beatificación estaba siendo objeto de teológicas y canónicas especulaciones entre los purpurados locales y los vaticanistas. Le pregunté si él creía que la Iglesia lo debía declarar santo y me contestó que para él y la gente del pueblo eso no era importante, que para ellos ya Romero era santo y como a un santo del pueblo le profesaban devoción. Realmente la oficialización de su santidad les traía sin cuidado.
    Así pensaba otro obispo hermano de Romero, Pedro Csaldáliga. A los pocos días de su martirio escribió un poema en el que lo llama¡San Romero de América!
    El ángel del Señor anunció en la víspera... El corazón de El Salvador marcaba
    24 de marzo y de agonía. //Tú ofrecías el Pan, el Cuerpo Vivo //-el triturado cuerpo de tu Pueblo; Su derramada Sangre victoriosa -la sangre campesina de tu Pueblo en masacre
    que ha de teñir en vinos de alegría la aurora conjurada!
    El ángel del Señor anunció en la víspera, y el Verbo se hizo muerte, otra vez, en tu muerte;
    como se hace muerte, cada día, en la carne desnuda de tu Pueblo.
    ¡Y se hizo vida nueva en nuestra vieja Iglesia!
    Estamos otra vez en pie de testimonio, ¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro!
    Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
    Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
    Romero de la Pascua Latinoamericana.
    Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.
    Como Jesús, por orden del Imperio. ¡Pobre pastor glorioso, abandonado
    por tus propios hermanos de báculo y de Mesa...!
    (Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).
    Y el poema sigue y termina diciendo: San Romero de América, pastor y mártir nuestro: ¡nadie hará callar tu última homilía!
    Miguel Ángel Ciaurriz, oar / Desde otra orilla en Clave Digital

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