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    viernes, 16 de abril de 2010

    Vida Nueva en Cristo

    “Incorporados a Cristo por el bautismo (cf Rom 6,5), los cristianos están muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,11), participando así en la vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor (cf Ef 5,1), conformando sus pensamientos, su palabras y sus acciones con los sentimientos que tuvo Cristo (Fil 2,5) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16)." 
    (Catecismo de la Iglesia Católica, no 1694).  
    Todos estamos llamados a vivir y vivir a plenitud; pero vivir es un arte y todo arte hay que aprenderlo; pero es también es un don y todo don hay que pedirlo; de ahí que decimos que arte y don de vivir es un anhelo esencial que se anida en lo más íntimo del corazón humano que nos impulsa a una búsqueda constante; y tanto es así que hasta el mismo Señor nos advierte con cariño “he venido para que tengan vida y vida abundante y eterna”.
    Naturalmente que esa búsqueda o deseo de vivir es una tarea que cada uno lo hace a su manera, con la conciencia de que no todos la encuentran, porque se desvían del lugar donde pueden materializarla; de ahí que tendríamos que decir que “vivir no tiene que ver con cuantas personas te telefonean, ni con cuantos pares de zapatos tienes o qué elegante y de marca sea tu vestido; tampoco tiene que ver con el color de la piel, o donde vives, cuánto dinero tienes, qué cargo ocupa o que status te distingue.
    Vivir tiene que ver más bien con a quienes amas o a quienes lastimas; cómo te valoras y te aceptas; con tu confianza y con tu felicidad. La vida plena tiene que ver con el servicio, el trabajo, el perdón y el amor; igualmente tiene que ver con la superación de la ignorancia, con la capacidad para servir y con la confianza que se tenga en sí mismo.
    Si la vida es un don o regalo de Dios, entonces cultivarla y defenderla es un imperativo ético en todas sus manifestaciones; es un deber categórico amarla y conservarla a como dé lugar; con razón decimos que es el más fuerte de todos los instintos.
    Pensemos por ejemplo, lo que implica el no respetar la vida ya sea en el campo social o económico: la corrupción administrativa y el robo de los dineros del erario público que deja a los hospitales sin medicina, el responsable de las muertes que se producen es quien se los roba. Recuerdo del abuelo que murió con su nieto al caer en una fosa de agua que era protegida por una baranda, pero vino alguien se la robó y ese que se la robó es el responsable de esas dos muertes.
    Pero vale también para el padre de familia que juega, se bebe y malgasta el dinero que gana, dejando sin leche, sin cuadernos o sin libros a los hijos, incentivando indirectamente la delincuencia en ellos.
    Qué decir de las familias que se divorcian o viven sin armonía; o bien, los hombres que tienen hijos por las calles, como decimos, sin darles amor ni protección, empujándolos así para que sean candidatos a drogadictos, prostitutas, corruptos y asociales.
    Lo mismo sucede cuando el profesional pone por delante el dinero y no la vocación como un servicio, como es el caso del médico que en vez de curar al paciente lo primero que pide son sus honorarios; el abogado que en vez de enarbolar la justicia solo busca el dinero; el ingeniero que por una mayor ganancia pone materiales de poca calidad, poniendo en peligro a las personas que viven en ese edificio si se produce un terremoto.
    Mata la vida el que no respeta el medio ambiente; el que deforesta el campo o contamina las aguas; el que tira basura en las calles que luego genera enfermedad; el que se pasa el semáforo en rojo poniendo en peligro a otros conductores. El que mata a sus hermanos con difamaciones, mentiras y engaños; el estudiante que en vez de dedicarle tiempo a su preparación malgasta el tiempo en discoteca y en otras superficialidades.
    Es frente a eso que tiene sentido el recordar la exhortación de San León Magno, cuando decía “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios” (Cat. De la Iglesia Católica, no. 169).
    De igual modo podemos citar el no. 1696 del mismo Catecismo cuando afirma “El camino de Cristo “lleva a la vida”, un camino contrario “lleva a la perdición” (Mt 7,13; cf. Deum 30,15-20).
    La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. “Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia” (Dicaché, 1.1).
    Es interesante lo que nos dice San Juan Eudes en un comentario a la afirmación de Fil 1,21 que dice “Mi vida es Cristo”. El santo dice “Les ruego que piensen que Jesucristo, Nuestro Señor, es su verdadera Cabeza, y que ustedes son uno de sus miembros. El es con relación a ustedes lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es de ustedes, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y deben usar de ellos como de cosas que con de ustedes, para servir, alabar, armar y glorificar a Dios. Ustedes son de El como los miembros lo son de su Cabeza. Así desea El ardientemente usar de todo lo que hay en ustedes, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de El”.

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