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    lunes, 26 de abril de 2010

    Yo alabo la Alegría

    Al salir de la República Dominicana, hace ya casi cinco años, pensé seriamente pasar el resto de mi vida en un monasterio de monjes contemplativos. Había tratado de combatir los abusos cometidos por las compañías azucareras en contra de los picadores de caña haitianos y tenía el sentimiento de haber fracasado: los habitantes de los bateyes vivían en las mismas condiciones infrahumanas, el tráfico de seres humanos seguía igual que antes y los niños y niñas dominicanos de ascendencia haitiana quedaban sin nacionalidad reconocida. Yo había palpado el mal en toda su gloria y estaba convencido de que el espíritu malvado que habitaba en el corazón de los barones del azúcar era realmente muy poderoso, tan poderoso que sólo la oración intensa podía echarle fuera. Como lo dijo Jesús a sus discípulos incapaces de echar un espíritu maligno presente en un niño, “esta ralea no sale más que a fuerza de oración” (Marcos 9,29). Pensando en esa palabra de Jesús, estaba convencido que, a fuerza de oración, los picadores de caña tendrían más energía para organizarse y así lograr un cambio de las condiciones de vida y de trabajo. Comuniqué mi intención a José y Susana, dos misioneros laicos comprometidos conmigo en los bateyes y su respuesta me hizo tambalear: “Mira, Pedro, no te vemos muy bien preparando mermelada en un lugar aislado”. De hecho, los Trapenses en quienes estaba pensando pasan parte de su vida preparando mérmela y otros productos que venden para poder sostenerse. El argumento era muy concreto y muy realista; decidí seguir mi camino en la Congregación del Inmaculado Corazón de María (CICM) y después de unos meses aterricé en Zambia, en el Sur de África.
    Dios en el quehacer cotidiano
    Hoy, yo dedico gran parte de mi tiempo preparando mermelada, bizcochos y otro tipo de comida para unos 40 huérfanos y huérfanas que viven bajo mi techo. En estos tiempos, no tenemos agua en la casa y, como los demás, temprano en la mañana, hago fila en el pozo del pueblo para conseguir el precioso líquido. Además, a diario, tengo que asegurar que cada niño esté vestido correctamente para ir a la escuela. Cada semana, tengo que visitar las diferentes tiendas de la ciudad vecina para aprovisionar la casa por 7 días. Todas esas tareas parecen muy lejanas de un valioso trabajo pastoral y misionero. Y sin embargo, al leer el libro bíblico del Qohelet también conocido como el Eclesiastés, poco a poco, estoy descubriendo un sentido profundo en estas actividades tan comunes de la vida diaria.
    Según una hipótesis de Ana Maria Rizzante y Sandro Gallazzi, dos exegetas brasileños, Qohelet sería una señora sencilla quien, como todas las mujeres judías bajo el sol del imperio greco-egipcio, sufría los efectos de la dominación. En aquel tiempo, los filósofos y otros intelectuales no se cansaban de proclamar que, con los nuevos amos del mundo, todo era nuevo. Pero, abriendo sus ojos y mirando la realidad cotidiana de su gente, la señora Qohelet pensaba exactamente lo contrario: bajo el sol, símbolo del nuevo imperio, todo es vanidad, todo es viento. Para ella, no había nada nuevo porque los trabajadores eran esclavos y no gozaban del fruto de su trabajo. Nada era nuevo porque, en la casa, la olla siempre estaba vacía. Nada era nuevo porque la miseria era la triste realidad de las mayorías. Para esta señora, la señal de la novedad es la alegría producida por una buena comida compartida con otros. “Yo alabo la alegría, porque no hay otro bien para el ser humano bajo el sol que comer, beber y alegrarse.” (Qohelet (8, 15). Se trata de un himno de alabanza a la vida cotidiana, la vida sencilla. La verdadera alegría nace en el corazón de las cosas sencillas de la vida de cada día: una mesa repleta de comida que debe estar siempre presente en la casa de todos los pobres del mundo. Y esto nada más es una seria crítica al imperio que oprime y mata.
    Nada nuevo bajo el sol
    No hay nada nuevo bajo el sol del capitalismo de hoy. Como en el tiempo de la Señora Qohelet, los pobres trabajan en vano y no tienen la oportunidad de saciarse. En este mundo globalizado, 20% de los seres humanos consumen 80% de los bienes producidos sobre la tierra. Si todas las personas del mundo vivían como los norteamericanos y los europeos, se necesitarían seis planetas como la tierra para poder garantizar el nivel de consumo de cada ser humano. Obviamente, el bienestar en los países del norte supone el hambre y la miseria en el sur y especialmente en África. Aquí en Zambia, más o menos el 80% de los habitantes vive en la miseria absoluta y no come cada día.
    Las actividades sencillas de la vida diaria son también claves en la experiencia pascual de los compañeros y compañeras de Jesús. Junto con él, resucitado y desbordante de vida, no hicieron nada extraordinario: caminaron con él hacia un pueblito llamado Emaús, compartieron pan, prepararon pescado en la orilla de un lago… Todas esas actividades son tan sencillas y sin embargo revelan que no tenemos que buscar a Dios en las cosas extraordinarias pero en las pequeñas actividades de cada día. Si las sazonamos con mucho amor, no hay duda de que, en ellas, descubriremos la cara radiante del Resucitado y aportaremos nuestro ladrillo al mundo nuevo con el cual todos y todas soñamos.
    Apuntes Misioneros / Pedro RUQUOY, cicm

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