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    martes, 14 de febrero de 2012

    El Amor fraterno

    Valores | Amparo Rivas 

    El Amor fraterno


    El mundo que nos rodea y las relaciones que establecemos nos afectan a todos por igual. Pero no nos afectan de la misma manera. La contemplación de un amanecer o la experiencia del dolor humano afectan de modo particular a cada persona, despertando emociones y sentimientos muy diversos. En nuestra cultura se vive con frecuencia el dilema entre las razones de la cabeza y las razones del corazón. Es decir, nos cuesta integrar estas dos dimensiones de nuestra personalidad para conseguir que nuestro ser y actuar no se disocien y estén al servicio de nuestra integridad y autenticidad.

    Lo cierto es que si queremos alcanzar una personalidad sana y una vida constructiva, necesitamos madurar nuestra afectividad. Y al hablar de afectividad estamos tocando aspectos fundamentales de la persona, de las relaciones interpersonales, de la convivencia humana, de la capacidad de amar y ser amados, de superar el egoísmo y la cosificación. Se trata de alcanzar un modo de convivir marcado por el amor fraterno.

    El amor fraterno es una realidad fundamental y decisiva en la construcción de la familia y de la Iglesia. El ser humano no está hecho para la soledad, sino para el encuentro de comunión. Por eso el ciclo de la vida humana se caracteriza por la capacidad de convivir, de crear relaciones interpersonales, y estas vividas desde la aportación específica del amor incondicional, fraternal y universal. Esta dimensión afectiva se realiza en el encuentro del yo con el tú, que se abre a la comunión del nosotros.

    El entorno afectivo

    En las etapas de crecimiento humano, es indiscutible la importancia del círculo familiar para una actitud de confianza y optimismo ante la vida, ante el futuro. Lo mismo que la actitud de repliegue y temor ante todo, está relacionada con el modo de acogida y aceptación que la persona experimente en su relación con las figuras materna y paterna. La experiencia de sentirnos incondicionalmente aceptados y queridos es decisiva para la madurez humana y, en el plano de la fe, para una relación afectiva con Dios.

    Una auténtica personalización pasa por el apoyo y calor de una familia, como lugar de acogida, de reconocimiento de nuestro valor como persona, de aceptación y de aprendizaje para las respuestas que damos a las situaciones de la vida. No es extraño entonces que este círculo familiar se prolongue en otra comunidad, la Iglesia, que tiene como vocación ser una verdadera familia. La Iglesia comunión es un ideal que está en sus raíces, pues su fundador, Jesús el hijo de Dios, así la deseó y la formó, como un lugar de amor y de plenitud de vida: “Que todos sean una sola cosa: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros” (Jn 17, 21).
     
    Desde ahí podemos entender el propósito de Dios de hacernos a su imagen y semejanza. Estamos hechos para la relación, cuya plenitud está en alcanzar la comunión. Este ideal de comunión es el sentido de nuestra existencia.

    Coherente con su práctica compasiva y misericordiosa, Jesús hace una invitación a su comunidad: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Más aún, plantea que será esta realidad del amor el signo que identificará sus seguidores. La propuesta apela a la libertad de la persona y se convierte en una exigencia para una vida auténtica. Esta dimensión afectiva de la comunidad de fe, que se relaciona como familia, se cultiva a través de toda la vida y toca todas las dimensiones de la personalidad.

    Educar en la afectividad

    El itinerario de la madurez humana y espiritual –ya que nos situamos en el plano de la familia y de la Iglesia-, está marcado por la afectividad madura, como la capacidad de compartir lo que somos, tenemos y hacemos. Solo hay crecimiento, adultez, cuando somos capaces de dar y recibir, de amar y ser amados. En su dimensión más profunda, hablamos de afectividad oblativa que implica la relación interpersonal teñida de cariño, la exclusión de la manipulación y uso de la persona como objeto y la capacidad de empatía, es decir, de ponerse en lugar del otro para acompañarlo, respetarlo y acogerlo.

    Esta afectividad madura va unida a otros rasgos de nuestra personalidad: la aceptación de sí mismo (de la propia historia, de las cualidades y defectos que nos acompañan), sentido de la realidad, autocontrol emocional para la valoración de los sentimientos y su importancia en nuestras vidas, la capacidad de encarnar ideales para no vivir sólo de emociones y sentimientos, y la integración de la sexualidad, que supera la genitalidad y la búsqueda del placer por el placer.

    Esta afectividad madura se da en una persona que es también inteligencia, sentimientos, emociones y que puede vivir armoniosamente esas dimensiones integrándolas en su personalidad.
    Hoy se insiste mucho en “informar” a los jóvenes acerca de la sexualidad, sus valores y problemas, pero los expertos nos recuerda que educar la afectividad no consiste en practicar el sexo, sino orientar, trascender y aprender a gobernar el corazón para que no sea egoísta y sí solidario, en el matrimonio y en la amistad.

    Una afectividad madura mira hacia la cultura del amor, que integra la capacidad de razonar cada vez mejor, la voluntad al servicio de esa inteligencia verdadera, y el corazón para conseguir ser muy humanos, respetuosos y abiertos a la diferencia y a la diversidad. Lo que importan son las personas, no sólo el sexo, y cuando sea así, la convivencia será más pacífica, más ciudadana y más real.

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