No es lo mismo ni es igual | Pablo Mella, Instituto Filosófico Pedro F. Bonó.
Confusiones soberanas En medio de los conflictos propios de la sociedad globalizada, muchos apelan al principio de soberanÃa para defender sus opciones polÃticas. Algunos llegan al absurdo de justificar violaciones de los derechos humanos en nombre de dicho principio. Es lo que está sucediendo en República Dominicana a raÃz de la sentencia TC 168-13 y de los malentendidos que la misma ha desatado en torno al reconocimiento de la nacionalidad y a las polÃticas de migración. De acuerdo a lo que defienden personas de alta jerarquÃa social, se podrÃa tener la impresión de que en República Dominicana la soberanÃa reside en el Tribunal Constitucional.
En medio de tanta confusión, resulta instructivo conocer la evolución del concepto polÃtico-jurÃdico de soberanÃa desde sus orÃgenes modernos hasta nuestros dÃas e identificar ecos de esta transformación en la Constitución dominicana de 2010.
1) OrÃgenes modernos del concepto polÃtico-jurÃdico de soberanÃa
El adjetivo “soberano” (de donde se derivó el sustantivo “soberanÃa”) es sinónimo de independiente. Para el diccionario, es la cualidad de aquel que puede ejercer la autoridad suprema de manera independiente. Ese era su sentido latino original (superanus): el que “está por encima” de todos los demás. “Superanus” pasó al francés en forma de sustantivo (souveraineté) y de este idioma moderno, a los demás. AsÃ, en el uso monocultural moderno, “soberanÃa” ha acabado por significar “poder supremo”.
Como todo término, “soberanÃa” ha experimentado una evolución semántica. El sentido latino original fue reformulado por la teorÃa polÃtica moderna. Se designó “soberano” a la última instancia o autoridad en la toma decisiones del Estado y en el mantenimiento del orden público. Por eso, el concepto se encuentra entre los más controversiales en las ciencias polÃticas y jurÃdicas.
Dada su evolución moderna, el concepto de soberanÃa debe interpretarse en referencia a otros conceptos no menos equÃvocos: Estado nación, gobierno, independencia y democracia. En la Francia del siglo XVI, Jean Bodin utilizó el neologismo “soberanÃa” para reforzar el poder del rey francés sobre los señores feudales. A Bodin se le atribuye la definición clásica de “soberanÃa”, la cual formuló en su obra Los seis libros de la República (1576). Estableció que soberanÃa era “el poder absoluto y perpetuo de una República”. Ahora bien, de acuerdo con su visión polÃtica, “soberano” era el rey, pues en este residÃa el poder último de decisión y la potestad de promulgar leyes sin recibirlas de otro. Sin embargo, para Bodin el soberano (“Su Majestad el Rey”) estaba sometido a la ley divina y natural, en consonancia con su medio cultural no secularizado: “si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo prÃncipe soberano, puesto que todos los prÃncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos”.
Esta definición canónica de soberanÃa muestra inmediatamente su complejidad y su problematicidad, además de sus lÃmites históricos. Por eso varió al poco tiempo. Ahora bien, un principio ético quedó claro desde el inicio: no hay ningún poder soberano absoluto bajo el sol. Bastó con que la monarquÃa absoluta entrara en crisis, para que se postulara otro “soberano” que no fuera el rey como “sujeto de la soberanÃa”. Se presentaron otros candidatos no menos ambiguos: el pueblo, la nación y el Estado.
Las teorÃas de John Locke (a finales del siglo XVII) y de Jean-Jacques Rousseau (a finales del siglo XVIII) plantearon que la soberanÃa radicaba en el conjunto de los ciudadanos de un Estado, y que estos daban el monopolio del poder a sus gobernantes con fines de protección contra amenazas externas. En 1776, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos desarrolló estas ideas para dar forma a la “doctrina de la soberanÃa popular”. En la redacción de la Constitución francesa de 1791 se le dio una especificación a esta doctrina, al proclamar que la “soberanÃa es una, indivisible, inalienable e imprescriptible; pertenece a la Nación; ningún grupo puede atribuirse la soberanÃa a sà mismo y ningún individuo puede arrogársela”. A esto se referÃa a Constitución de Haità de 1805 al decir que el “Imperio” (sinónimo de “gobierno imperial”) era “uno e indivisible” (art. 15). El punto fue convenientemente aclarado por Jean Price Mars en la década de 1950.
La idea de soberanÃa popular se interpretó en el marco de la filosofÃa contractualista moderna. Se hizo sinónimo de “soberanÃa nacional”, pues se pensaba que el pueblo habÃa salido del “estado natural” a través de un contrato hipotético, con el que se fundaba un Estado con un cuerpo administrativo centralizado. AsÃ, los organismos del cuerpo administrativo y polÃtico estatales se constituÃan en el “soberano” en representación del pueblo. Dentro de esta lógica, se llegó a plantear en Inglaterra que la soberanÃa la ejercÃa el parlamento. Este era el “supremo órgano” de la nación; de él emanaban las leyes que normaban a todos; nadie estaba por encima de este poder legislador. Pero esta solución era acorde con la realidad polÃtica de Gran Bretaña, no con la realidad vivida por las sociedades que se constituirÃan en repúblicas presidenciales.
Al cruzar el Atlántico, la idea europea de soberanÃa no resultaba congruente con la realidad social americana. Por ejemplo, la Constitución de los Estados Unidos no le otorgó el poder supremo al poder legislativo; más bien optó por imponerle restricciones. Sobre esta base, al correr el tiempo, la Suprema Corte de Justicia norteamericana logró que se le reconociera el poder de declarar la inconstitucionalidad de las leyes.
Si bien este giro dado en Estados Unidos no constituyó a la Suprema Corte en el soberano, abrió paso para que se considerara que la Constitución misma era la base de la soberanÃa. AsÃ, el sistema constitucional se hizo más complejo. La potestad de cambiar la Constitución no se reservaba al congreso; pertenecÃa también a los estados de la federación y a convenciones especiales para tales propósitos. Si bien la idea de soberanÃa popular continuaba siendo aceptada, quedó claro que la misma no serÃa ejercida exclusivamente por el gobierno nacional.
2) Las discusiones sobre los lÃmites de la soberanÃa en el siglo XX
Los debates sobre la soberanÃa siguieron profundizándose en el siglo XX. Algunos politólogos postularon la idea de una “soberanÃa plural”. La misma debÃa ser ejercida por una variedad de grupos polÃticos, económicos, sociales y religiosos; los grupos dominantes en un determinado Estado. De acuerdo a esta teorÃa, la soberanÃa no residirÃa en un lugar fijo, sino que se desplazarÃa de acuerdo a la redefinición de los grupos sociales dominantes. Llevada a su extremo, esta teorÃa llegó a postular que el Estado nación serÃa uno entre otros de esos grupos. Sin embargo, esta propuesta no ha logrado legalizarse en ningún lugar.
Los cuestionamientos a la soberanÃa estatal también han venido del derecho internacional. En efecto, si la soberanÃa absoluta reside en cada Estado nación, ¿quién arbitra cuando dos Estados nación entran en conflicto? El problema recuerda los planteamientos de Bodin: la noción de soberanÃa implica que nadie puede imponerle una ley al soberano (majestas); pero la tesis de Bodin ha sido interpretada sesgadamente como si un soberano estatal no tuviera que rendir cuentas ni justificarse ante nadie. (Quizá por este sesgo el presidente de la Junta Central Electoral dominicana declaró que el gobierno dominicano no tenÃa que asistir a la sesión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que se celebró en Washington, el 24 de marzo de 2014).
Sin embargo, como ya fue dicho, una lectura más pausada del pensamiento de Bodin no permite esta interpretación unilateral. Para este pensador, cualquier Estado soberano está sometido a otras reglas superiores: el derecho natural, las leyes divinas, la ley común de todas las naciones (jus gentium) y las leyes fundamentales. Han de responderse racionalmente preguntas como estas: a quién se le reconoce el ejercicio de la soberanÃa, cómo se realiza la sucesión del poder soberano y en qué marco ético se ejerce.
La lógica de la idea básica de Bodin habÃa sido reinterpretada de manera violenta por Thomas Hobbes, en su obra Leviatán (1651). La soberanÃa quedó identificada con el mero ejercicio de la fuerza, no con el ordenamiento legal. El soberano comandaba la ley, no viceversa. Nadie podÃa limitar al soberano y este debÃa extender su poder lo más que pudiera. La doctrina hobbesiana condujo a la idea de que cada “soberano” tenÃa que imponerse nacional e internacionalmente. Tal interpretación condujo a un estado perpetuo de guerra entre “poderes soberanos” estatales. El concepto hobbesiano cambió muy poco hasta fines del siglo XIX. Cada Estado nación se consideró como el juez supremo de sus propias acciones económicas, polÃticas y sociales: podÃa tratar como bien entendiera a sus ciudadanos y declarar la guerra a quien quisiera.
En el siglo XX se reaccionó contra la doctrina hobbesiana. HabÃa que poner lÃmites al estado de guerra entre las naciones. Las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907 establecieron reglas para normar los conflictos bélicos en tierra y mar. Posteriormente, la Liga de Naciones fue restringiendo el derecho a la guerra y la opinión pública internacional condenó el recurso a la guerra como una manera de solucionar conflictos de la polÃtica nacional. Todo el proceso desembocó en al artÃculo 2 de la Carta de las Naciones Unidas, el cual establece que sus miembros deben de resolver sus litigios internacionales a través de medios pacÃficos de tal manera que la convivencia y la seguridad no se vean afectadas. Pero el alcance de la Carta de las Naciones Unidas fue limitado; consagró también la igualdad de soberanÃa de todos sus estados miembros, dejando abierta la puerta a otros conflictos.
3) Discusiones más recientes y la Constitución dominicana
Desde fines del siglo XIX hasta nuestros dÃas, la soberanÃa va dejando de ser considerada como sinónimo de poder irrestricto estatal. En buena medida, esto se debe al predominio progresivo de las teorÃas constitucionalistas y al derecho internacional. Todos los Estados, incluyendo República Dominicana, han constitucionalizado normas que limitan su soberanÃa. Estas limitaciones se justifican como un consentimiento o autolimitación. Cuando la autolimitación no ha quedado clara constitucionalmente, se ha dado por las acciones del sistema de derecho internacional.
Es cierto que normalmente a ningún Estado contemporáneo se le imponen legÃtimamente normas sobre el supuesto de que varios paÃses han acordado hacerlo. Pero los Estados actuales luchan por preservar el mayor espacio posible para su soberanÃa nacional procurando no divorciarse de la comunidad internacional. Muchas veces esta capacidad de negociación depende del poder real del paÃs en cuestión. Por eso se ve que en Haità existe un control militar y polÃtico de la ONU, mientras Estados Unidos invade o espÃa electrónicamente otros territorios sin conocer lÃmites.
El gran lÃmite moral a la soberanÃa absoluta de los Estados nación ha provenido de la lucha democrática por la defensa de los derechos de las personas excluidas; es el aporte de la sociedad civil organizada. Se sabe que las instituciones de los Estados son susceptibles de caer en manos de clases dirigentes corruptas que buscan perpetuarse en el poder para aumentar su riqueza y su poder. Otro gran lÃmite a la soberanÃa se debe a la interdependencia propia del mundo global. La necesidad de contar económica y polÃticamente con los demás ha erosionado el principio hobbesiano de que el poder estatal absoluto hace la ley.
La comprensión ética de la soberanÃa sigue abierta a la razón práctica. Los pueblos de la tierra reconocen que no puede haber paz sin ordenamiento legal y, al mismo tiempo, que no puede haber ordenamiento legal justo sin limitaciones a la soberanÃa. Por eso, se han cedido ciertos poderes a órganos supranacionales para que garanticen la convivencia pacÃfica. La teorÃa de la división de la soberanÃa, desarrollada inicialmente en los Estados modernos federales, se va aplicando poco a poco a escala internacional. Asà lo comprendieron los legisladores dominicanos cuando establecieron en la Constitución dominicana de 2010 que “los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por el Estado dominicano, tienen jerarquÃa constitucional y son de aplicación directa e inmediata por los tribunales y demás órganos del Estado” (Art. 74, pár. 3). Por tanto, acoger dictámenes como los de la Corte Interamericana de Derechos Humanos forma parte de la soberanÃa dominicana, contrario a lo que muchos dominicanos defienden en nombre de un nacionalismo sesgadamente interpretado.
jueves, 8 de mayo de 2014
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