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    jueves, 5 de febrero de 2015

    Soledad sonora, soledad muda

    Las razones del corazón | Manuel Soler Palá, msscc.
    Soledad sonora, soledad muda
     

    Como el caminante con la boca reseca va en busca del agua, así quien anda agobiado y excesivamente interpelado desea la soledad. Las miradas indelicadas o inmisericordes del prójimo atosigan al individuo. En tales circunstancias quema energías para mantener a buen recaudo su intimidad. Con lo cual acentúa la tensión psicológica y espiritual que exige a gritos prolongadas pausas de soledad. El individuo necesita estar solo o, al menos, en una compañía acogedora y amistosa.
    Sin embargo, y por contraste, acontece también que la soledad es un yugo pesado del que uno desea desembarazarse con todas sus fuerzas. Tanto más pesa la soledad cuanto más rodeado de gente se halla quien la sufre. Despertar de noche o de madrugada y sentirse irreparablemente solo, aunque en la casa y en la misma habitación haya otros seres humanos, es una sensación real, aunque difícil de describir. Quizás un preaviso de aquello que escribió Rilke en sus "cartas a un joven poeta": "porque en último término, y en las cosas más importantes, nos encontramos indeciblemente solos".
    Por eso el ama de casa que permanece sola durante muchas horas busca desesperadamente una voz humana que le haga compañía y sintoniza la emisora de radio que probablemente no escucha. Sólo oye una voz cerca de ella. Y antes de marcharse a la cama el anciano se mantiene largas horas frente al televisor. Cabecea una y otra vez arropado por una voz y un busto que le relatan guerras en latitudes desconocidas. En realidad no le importan, pero la voz le ayuda a hacerse la ilusión de que no está solo.

    Soledades pavorosas
    Hay soledades peores. Gente que un día vivió rodeada de personas que demostraban auténtico cariño y ahora, tras acumular muchos años sobre sus espaldas, están solos. Sus amigos fueron cayendo uno tras otro. Sus hijos están muy ocupados con el trajín de la vida y del trabajo. Ellos rumian los recuerdos de años atrás.
    ¿Qué decir de la soledad de dos personas en perpetua compañía y que yacen en una misma cama? Matrimonios en los que ha prescrito totalmente el amor, expulsado por mil indelicadezas, quizás anulado por la amargura o el odio. La pareja ha dejado de quererse. Desearían vivir separados, pero les retiene juntos la soga de la rutina o de los intereses. ¡Tan cercanos y tan solos!

    Está también la soledad del joven rodeado de amiguetes, que vive pendiente de las citas con el muchacho/a de turno. Huye atolondradamente de sí mismo, ahuyenta la soledad con muecas y aspavientos. Apura las fiestas hasta el último minuto, busca pretextos para la compañía... Pero fracasa una y otra vez en su deseo de vivir realmente acompañado. La soledad que tanto detesta le persigue como a su propia sombra.
    Otra soledad es la de la muchacha que desea compañía y amor para construir un proyecto de vida y de hogar. Pero no encuentra sino propuestas para pasar el rato, sólo interesa por unos días, quizás por una noche. Se siente instrumentalizada e impregnada de tristeza. Duda acerca de si es ella la que carece de atractivo o si quienes la rodean se comportan como reptiles arrastrándose a ras de tierra. Otras almas gemelas sufren la misma pena en la distancia. Pero no se encuentran. Y permanecen solos, con una soledad que temen se alargue indefinidamente.

    Soledades gratificantes
    Sin embargo, la soledad tiene sus amantes y cultivadores. Mucha gente desea unas semanas de retiro total, lejos del mundanal ruido, que decía el poeta. Otros miman sus horas de soledad para compartirlas con su computadora. Algunos saben sacar las mejores notas y acentos a este instrumento que para ellos es la soledad. Juegan con él, lo abrazan, lo miran al trasluz y se impregnan de su olor y atractivo.
    Algo tendrá la soledad cuando los grandes hombres de ciencia y de poesía se han sumergido en ella para dar lo mejor de sí. Cuando en toda la historia religiosa de la humanidad siempre ha habido ermitaños, monjes y contemplativos que han corrido tras su perfume. Los grandes místicos iban detrás de la soledad como moscas en pos de la miel. Y le escribían sonetos mezclados con lágrimas gozosas, evocaban sus virtudes y consideraban su sonoridad. Porque, efectivamente, para ellos la soledad era sonora.
    Algún resorte habrá que modificar en nuestra sociedad cuando tantísima gente muere de soledad en medio de una multitud de personas que van y vienen por las carreteras, hacen cola en los lugares de comida rápida y se arraciman en las ferias. Pocas contradicciones tan elocuentes se constatan en nuestro mundo como la de quienes llaman sonora a la soledad y quienes la padecen agónicamente en medio de la multitud.

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