Los judíos tenían
como fiesta central, la pascua, el paso de la esclavitud a la
libertad gracias a la intervención compasiva de Dios cuando el pueblo hebreo
estaba esclavizado en Egipto. En la cena pascual cada año se actualizaba esa
presencia liberadora. Según los evangelios, en la celebración de la comida
pascual Jesús interpretó su muerte como el paso de Dios liberador encarnado que
se entrega por amor en favor de todos. E hizo esa interpretación con dos
gestos proféticos.
Un
gesto fue la cena pascual con sus discípulos. En aquella
cultura judía la comida era el espacio donde se manifestaban la cercanía y
amistad entre los comensales. Compartiendo el pan y el vino -elementos
esenciales en la comida- Jesús dice que entrega con amor su vida, “cuerpo y
sangre”. para vida de todos. Ese ha sido el objetivo de su conducta histórica
que sellará con su muerte próxima.
Otro gesto profético de Jesús en esa
cena de despedida fue lavar los pies a sus discípulos. Algo inaudito en aquella cultura judía donde el criado como
el discípulo debían estar al servicio de su amo y de su maestro. De ahí la
resistencia de Pedro a que su Maestro le lave los pies. En realidad ese gesto
fue un símbolo sacramental de la vida y de la muerte de Jesús. El evangelista
lo indica bien con algunos detalles. Primero Jesús se quita el manto; siendo
rico se hizo pobre, no siguió la lógica del poder. Después se “ciñó” el mandil
propio del servidor, como un guerrero se ajusta la armadura para el combate; no
es fácil vivir y morir entregando la propia vida por los demás. Finalmente se
arrodilla ante cada uno y como un servidor le lava los pies. La vida y la
muerte de Jesús fueron un servicio de amor gratuito para la vida del mundo.
Y Jesús añade: “Hagan esto en memoria de mi”, “os he dado
ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”. La celebración eucarística es en la
historia de la Iglesia “memorial”, actualización simbólica y real de la última
cena y del lavatorio de pies. Pero ya cuando las primeras comunidades cristianas celebraban ese
memorial, asomaron las grietas. En una carta a los cristianos de Corinto, cuyo texto leemos
en la misa del jueves santo, ya denuncia la práctica pervertida: mientras los
ricos llevan sus manjares para comérselo ellos solos, mientras los pobres que
también van a celebrar la comida fraterna, apenas tienen lo necesario para
comer; eso no es “la cena del Señor”. Quizás ya más tarde, saliendo al paso del ritualismo encubridor de la
injusticia, san Juan en vez del relato sobre la última cena, cuenta el
lavatorio de los pies.
Venimos organizando nuestra vida
con una jerarquía de valores que, a la hora de la verdad, cuando llega una
pandemia, nos dejan desvalidos En el área de los recursos el valor es acaparar
individualistamente. En el área de las relaciones interpersonales el valor es
la rentabilidad económica de la persona. En el ejercicio del poder, el valor es
dominar y aprovecharnos egoístamente de los otros. Y a la hora de situarnos en
la organización social, el valor es “mi seguridad y la de mi grupo”, cayendo
así en un individualismo podrido.
Los
gestos de Jesús en la última cena, expresión de su conducta histórica, sugieren
otra jerarquía de valores. Compartir incluso con los enemigos lo que
uno es y tiene. Valorar a las personas por lo que son y no por lo que rentan,
pueden o aparentan. Ejercer el poder como mediación del amor que sirve. Vivir
comprometidos en el bien común de la sociedad con solidaridad compasiva.
En el
empeño de superar esta pandemia estamos viendo cómo brota un humanismo en
personas que comparten cuanto son, tienen y pueden para curar heridas y dar
vida a los otros; la solidaridad prevalece sobre el individualismo
y la fiebre posesiva debe dejar paso a la gratuidad. Pero, cuando
pase la tormenta, ¿seguiremos el camino de la compasión solidaria, o volveremos
a las andadas, con esa jerarquía perversa de valores que a todos nos destruyen?
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