Dios en la VIDA | Luis
González - Carvajal
El cielo: patria de la identidad
Por descontado, el cielo de la fe no es el de los
astronautas. El «cielo» no es otra cosa que el Reino de Dios. Ocurre que Mateo
(y sólo él), puesto que escribió su Evangelio para los judíos, empleó casi
siempre la expresión «Reino de los Cielos»; es decir, una perífrasis para
evitar, según el uso rabínico, pronunciar el sacratísimo nombre de Dios.
Eso tuvo importantes consecuencias porque, en los
siglos posteriores, olvidado ya el origen de la expresión, se empezó a hablar
de «cielo» a secas, polarizándose el esfuerzo de los cristianos en llegar
individualmente al «cielo» después de la muerte, amortiguándose la preocupación
colectiva por la tierra.
Grave equivocación. En el capítulo titulado «El
cristiano en el mundo» vimos ya que los destinos del hombre y del cosmos están
ligados para siempre. Ambos deben perfeccionarse poco a poco hasta alcanzar su
plenitud, que llegará tras esos momentos de discontinuidad que en el caso del
hombre llamamos «muerte» y en el caso del cosmos «fin del mundo».
La eternidad no es, pues, una sucesión infinita de
tiempo, sino un permanente ahora
Así, pues, dejemos de hablar del «cielo» y digamos
que la bienaventuranza eterna se llama Reino de Dios; la situación de
reconciliación definitiva con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el
mundo y con Dios. A esa situación accederán todos cuantos ya aquí intentaron
vivir así, y se mantuvieron firmes en su propósito, aun con los altibajos de
cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad ya de retroceso,
permanecerán para siempre en ese estado que eligieron.
Esperamos vivir, pues, en unos «nuevos cielos y
nueva tierra en los que habite la justicia» (2 Pe 3, 13). Esperamos que cuando
el mundo llegue a su fin será transformado por Dios, y ese mundo nuevo nos
servirá de patria.
Pero -pensará alguno- si la resurrección tuviera
lugar en el momento de la muerte, ¿qué será de los que hayan muerto antes del
fin del mundo? ¿cuál será su patria hasta entonces? La pregunta se responde
fácilmente si caemos en la cuenta de que el tiempo y la sucesión temporal
corresponden a este lado de la muerte. Al otro lado quedarán abolidas nuestras
categorías de espacio y tiempo. La eternidad no es, pues, una sucesión infinita
de tiempo, sino un permanente ahora; un ahora persistente en el que todo es realidad
a la vez.
Precisamente porque la eternidad es un permanente
ahora viviremos lo que Olivier Clément llama el «milagro de la primera vez: la
primera vez que sentiste que ese hombre sería tu amigo; la primera vez que
oíste tocar, cuando niño, aquella música que te marcó; la primera vez que tu
hijo te sonrió; la primera vez... Después uno se acostumbra. Pero la eternidad
es desacostumbrarse». No debemos temer, pues, la monotonía. (Es conocida la
anécdota del pintor Lantara: Cuando en su lecho de muerte, en 1778, alguien le
dijo que pronto vería a Dios para siempre cara a cara, replicó: «¡Cómo!, ¿y
nunca de perfil?»).
Soy consciente de que apenas he dicho nada sobre
el cielo. Me he limitado a emplear algunas imágenes, pero es que -como decía
San Anselmo- la bienaventuranza es más fácil conseguirla que explicarla. Hoy
por hoy, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que
Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).
Yo me contento con saber que en el Reino de Dios
veremos la auténtica realización humana. «Cuando llegue allá, entonces seré
hombre».
Tomado
de: ESTA ES NUESTRA FE. Teología para universitarios, Luis González-Carvajal
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