Editorial | Donne Chiesa Mondo
Seamos humanos
Con la pandemia, nuestra hasta ahora reprimida
relación con la muerte se ha vuelto algo cotidiano. Pero, al mismo tiempo, el
virus nos ha arrebatado dos momentos humanos y propios de las sociedades civilizadas:
el acompañamiento y el rito fúnebre.
Hay de hecho una emergencia de relaciones que se
ha de gestionar junto con las emergencias sanitaria, económica y social. Hemos
vuelto a vivir en nuestras casas, que se han convertido en el epicentro de los
cuidados y también en oficinas, colegios y parroquias para los creyentes. Y
confinados en nuestros hogares, nos hallamos tan aislados como lo podemos estar
en los hospitales donde el virus también ha golpeado a quienes intentan
humanizar una situación inhumana, es decir, al imprescindible personal
sanitario.
Por eso, en este momento difícil que no sabemos
por cuánto tiempo se prolongará, y en los días de la Pascua cristiana, fiesta
que celebra la resurrección, optamos por hablar de la muerte, como una condición
no contraria a la vida, y de la vida después de la muerte. Lo hacemos además
porque siempre han sido las mujeres las que han asistido a las transiciones
fundamentales del nacimiento y de la muerte, las que han sido las depositarias
de los ritos y las que realizan funciones éticas y espirituales, tanto en el
ámbito privado como en el público.
Todo tiene su tiempo. Tiempo de nacer y tiempo de
morir. Así lo señala el Eclesiastés, así pauta el ritmo de la vida humana. Hay
un momento para todo y lo que sucede a lo largo de la vida ha de aceptarse como
algo natural. Mientras una generación se marcha, otra llega.
Hoy vivimos una situación paradójica. Una persona
muere, pero continúa viviendo no solo en la memoria privada. En nuestros
teléfonos móviles conservamos para siempre las sonrisas de quienes nos
precedieron e Internet se ha convertido en una gran plaza donde conmemorar y
compartir nuestros recuerdos.
Pero hay quienes mueren y son enterrados sin que
se conozca siquiera su identidad, como aquellos ahogados en el mar a los que
solo se les atribuye un número. Tres mujeres se encargan de devolver un nombre
a los náufragos del Mediterráneo, de recordarlos haciendo menos anónima su
tumba. Y de una mujer son las palabras dirigidas al mundo desde el pequeño
cementerio de Lampedusa:
“Estar de luto por la muerte de quien no hemos
visto jamás
implica un parentesco vital entre sus almas y la
nuestra
Por un desconocido
no lloran los desconocidos”
(Emily Dickinson)
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