Nuestra
Fe | Luis González Carvajal
El sufrimiento, un compañero inevitable
Ante todo, parece útil distinguir el mal físico
y el mal moral. El primero lo produce la naturaleza -va desde los
cataclismos hasta las enfermedades y la muerte- y el segundo es aquel que los
hombres provocamos con nuestra conducta: guerras, opresión, etc.
El mal físico es una consecuencia de la finitud. Para que el
agua, por ejemplo, produzca todos sus buenos efectos (apagar la sed, regar los
campos, etc.) tiene que ser agua. Pero si es agua, también pueden seguirse
consecuencias negativas, como que uno se ahogue en ella. Los pies del caballo
son magníficos para correr pero no le permiten coger cosas. Nuestras manos, en
cambio, son idóneas para coger cosas, pero no sirven para correr. La lluvia es
muy buena para el agricultor, pero perjudica a los excursionistas...
En definitiva, que una característica de la
finitud consiste en que cada perfección resulta también un límite. No se
puede ser todo a la vez, igual que un círculo no puede ser a la vez un
cuadrado. Quizás el «círculo cuadrado» sería la criatura perfecta, pero eso nos
indica que imaginar un mundo donde el mal no tuviera cabida sería tanto como
imaginar un mundo infinito. Por eso sólo Dios puede estar totalmente, libre del
mal físico.
En cuanto al mal moral, es una
consecuencia del abuso que hacemos de la libertad. El hombre no se
distingue del animal solamente porque es capaz de mayor altruismo, sino también
porque es capaz de mayor abyección y de más refinada crueldad. De hecho, si
somos sinceros tendremos que reconocer que una gran parte de los males que
deploramos son producto directo de la voluntad humana, y un observador «ajeno a
la carrera» se preguntaría por qué nos obstinamos en buscar los medios de torturarnos,
empleando en ello un ingenio y tenacidad dignos de mejor causa. Homero, en La
Odisea, hace decir a Zeus: «Los mortales se atreven, ¡ay!, siempre a culpar a
los dioses porque dicen que todos sus males nosotros les damos; y son ellos los
que, con sus locuras, se atraen infortunios que el Destino jamás decretó».
Así, pues, unos sufrimientos proceden de la
condición finita de los seres humanos y otros del mal uso que hacen de
su libertad. Pero, si esto es así, parece necesario concluir que Dios no podía
crear seres humanos totalmente libres de sufrimientos, porque el ser humano no
puede dejar de ser a la vez finito (a diferencia de Dios) y libre (a diferencia
de los animales). La alternativa para el Creador no consistía en crear a los
seres humanos expuestos al sufrimiento o crearlos protegidos de él, sino en
crear a los seres humanos expuestos al sufrimiento o no crearlos en absoluto.
Como decía Bernard Shaw, «el mundo no hubiera sido
creado si su Hacedor hubiese temido causar trastornos». En este sentido es
correcto decir que Dios no quiere el mal, pero lo permite porque sabe que
es una consecuencia inevitable de la creación. Dios debió considerar que, a
pesar de todo, el mundo valía la pena. Y, de hecho, si exceptuamos algunas
corrientes filosóficas como el existencialismo de la posguerra, el conjunto de
los seres humanos también considera que, a pesar de todos los pesares, es mejor
vivir que no vivir.
Tomado de: Esta es nuestra Fe,
Teología para universitarios, de Luis González-Carvajal Santabárbara.
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