La Iglesia Hoy | Redacción Amigo del Hogar
La Iglesia, espacio de
acogida
Para ser la casa de todos, para construir una
fraternidad que anime y contagie a la gente de nuestro tiempo, estamos poniendo
muchos signos de esa Iglesia-hogar, samaritana, en salida… La Iglesia acoge al
estilo de Jesús, en su corazón “cabían las mujeres adúlteras, los cobradores de
impuestos corruptos, los enfermos marginados, los discípulos cobardes” (Manuel
Soler Palá, teólogo).
Para ser fiel a su programa histórico de hacer presente
el Reino de Dios, cada comunidad eclesial quiere ser un hogar que siente latir
su corazón por la gente, como Jesús, quien “viendo el gentío se compadeció de
ellos porque estaban cansados y decaídos, como ovejas sin pastor” (Mt 9, 36).
De la Iglesia se espera que sea un lugar donde
encuentren acogida las personas cargadas de angustias, inquietudes y en ella
encuentren alivio por su palabra y su acogida fraternal. En este aspecto insisten
muchos los maestros de eclesiología, los acompañantes espirituales, los
pastores con “olor a ovejas”.
El mundo ofrece cada vez más estilos de vida, modos de
diversión, distracciones de todo tipo. Pero existe mucha soledad y mucho
sentido de abandono, entre la gente.
Al mismo tiempo, la tendencia del mundo es a la fragmentación,
hecho que afecta directamente a la familia: la dispersa, la vuelve
disfuncional, la divide. Los intereses personales se ponen por encima de los
vínculos familiares y de los proyectos que podemos encausar en la sociedad.
Tenemos el riesgo de vivir de manera individualista, desatendiendo valores
comunes.
En un ambiente de “progreso”, consumo y tecnologías, se
vive entre la seducción y el asombro de la ciencia, las ideologías, el consumo…
Pero al mismo tiempo se siente la exclusión, la no participación, millones que
son literalmente “descartados”, que no cuentan, que no producen. Pero también
descubrimos el esfuerzo de personas e instituciones, voluntariados, que
trabajan con pequeños o grandes esfuerzos para transformar el mundo a favor de
las mayorías.
A la Iglesia corresponde en esa realidad ser el
espacio hogareño, donde la gente se encuentre en familia. Los más necesitados
deben sentir que allí son escuchados, atendidos, acompañados. Nos ocupamos de
los demás y con gestos sencillos y acciones concretas, vamos recreando el hogar
que anhelamos, los espacios de calor físico y espiritual, los momentos de alegrarnos
juntos, compartir y refrescarnos con un baño de fe y esperanza, en el hogar que
quiere ser centro de amor.
En una Iglesia-hogar, el centro de la convivencia
humana será el amor. Un amor que se compromete sintiendo al otro como hermano,
conscientes de la dignidad de todos y de la condición común de hijos de Dios.
Se requiere que la Iglesia, toda ella, sea cada vez
más solidaria, que sea cada vez más una Iglesia que se comporta como el buen
samaritano, que sale hacia la gente para acompañarlos en sus situaciones
humanas.
En la Iglesia que se transforma en hogar, según el
papel que le corresponde, comienzan a sentir todos iguales, sin paternalismo,
sin jerarquización; todos expresan la dignidad común. Todos son hijos de Dios.
Que Dios sea realmente el Padrenuestro: Dios es el Padre común y nosotros todos
somos sus hijos. Y así lo han de expresar nuestras relaciones.
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