Desde los tejados | Manuel Maza, sj
Laicos, asociados y enviados
Tendemos
a descalificar aquello que nos complique la vida. Algunos ven como un invento
reciente la insistencia del Papa y nuestros Obispos en la misión. Pero la
Biblia está llena de hombres y mujeres, que fueron llamados. Por ejemplo, Amós.
Él no era profeta ni hijo de profeta era “un pastor, un cultivador de higos”.
El Señor lo sacó del cuidado de su rebaño y le mandó: “Ve y profetiza a mi
pueblo de Israel” (Amos 7, 12 – 15).
Tendemos
a instalarnos y nos da trabajo asumir la actitud de salmista: “Voy a escuchar
lo que dice el Señor” (Salmo 84). A veces los cristianos nos parecemos a un
club de gente cómoda e instalada.
Pero
ésa no fue la Iglesia que fundó Jesús. Él envió de dos en dos a sus discípulos,
con autoridad sobre los espíritus del mal, e instrucciones de caminar ligeros,
libres de recursos e intereses materiales. “Ellos salieron a predicar la
conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los
curaban”. (Marcos 6, 7 -13).
Al
igual que aquellos apóstoles, a todos los bautizados nos toca predicar, la
conversión, es decir, rechazar el egoísmo como fundamento de la vida y proponer
el servicio y la solidaridad de los más débiles.
San
Juan Pablo II nos enseñó en su encíclica Christifideles Laici (30-12-1988) que
una de las tareas de las asociaciones de laicos es comprometerse como levadura
en la sociedad humana, “que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se
ponga al servicio de la dignidad integral del hombre. En este sentido, las
asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y
de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la
sociedad.” (Christifideles laici, No. 30).
Nos llaman a trabajar por
la transformación que deseamos.
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