Meditación | Carmen Herrero Martínez/Eclesalia
Amar desde el interior
El ser humano está llamado a amar desde el
interior. Hay muchos sinónimos del amor; pero el verdadero amor brota del
interior donde corre y mana su manantial de vida y de amor.
La potencia del amor radica en el más profundo centro del ser, allí
hemos de buscarlo y desde allí hemos de amar. Desde la mirada interior
descubrimos lo mejor de la persona, su propia identidad y belleza: el ser hijo
e hija de Dios. Esta es la belleza suprema de toda creatura. Saber mirarla con
esta mirada interior es ver en ella toda su grandeza y esplendor.
En la interioridad, en el más profundo centro, es donde se halla la
belleza suprema del ser; porque es ahí, en lo más íntimo de nosotros mismos, donde
radica la belleza del Creador que nos ha creado a su imagen y semejanza. Y esta
imagen siempre permanece bella, pura e intacta. Nada ni nadie puede
ensombrecerla ni empañarla; el pecado, por muy fuerte que sea no puede llegar
al fondo profundo del ser. El mal no puede ensombrecer al Bien supremo
que nos habita: Dios. Siendo conscientes y viviendo esta realidad de nuestra
fe, amar se nos hará mucho más fácil, incluso nos ayudará a querernos a
nosotros mismos de diferente manera. La belleza y la luz interior es más
potente que la sombra que hay en nosotros. La luz y la sombra es una realidad
en todo ser humano, en lenguaje tradicional diríamos: el bien y el mal. Dirá
san Pablo: “Hago el mal que no quiero y dejo de hacer el bien que deseo” (cf.
Rm 7,19-25).
Es la periferia del ser la que queda afectada, manchada, herida por el
pecado. De aquí que la verdadera conversión radique en volver a vivir más y más
en el profundo centro del cual no puede manar más que belleza, amor y bondad,
la luz y todos los valores y virtudes que son opuestos al mal, al pecado, a la
sombra.
Para erradicar de nosotros el mal, las sombras, hemos de entrar dentro
de nosotros mismos, dejar la periferia para vivir de dentro a fuera, no a la
inversa. Si vivimos en la exterioridad de nosotros mismos fácilmente seremos
“mordidos” por la serpiente y desfigurados de mil maneras.
La verdadera conversión consiste en purificar el corazón dela
superficialidad y de la mundanidad que lo rodea y le ronda constantemente.
David después de haber reconocido su pecado suplica al Señor: “Crea en mi un
corazón puro” (Sal. 50). La sombra que cubría el corazón de David le llevo a
dar riendas sueltas a sus pasiones desordenadas. Cuando el profeta Natán le
dice: “Ese hombre eres tú”, desaparece la sombra que empañaba su corazón
y su inteligencia, y entonces, es cuando entra en su yo más profundo y se
reconoce pecador: “he pecado”, es decir, he cometido el mal, he dado la espalda
a Dios y he herido a mi prójimo, a mi hermano. Y, a partir de este momento,
David recobra toda su dignidad de hijo de Dios, porque sale de su exterior para
entrar en el más profundo centro de él mismo, y David vuelve a renacer. Entrar
dentro de mi yo profundo es lo que me capacita para vivir en la verdad y
excluir de mí toda sombra que oscurece mi vida y empaña mis actos, los que
pueden tener una gran repercusión en mi entorno.
Somos llamados a habitar nuestra tierra profunda, es decir, nuestro
propio corazón e interioridad, sin disiparnos con los valores mundanos que nos
hacen vivir en la periferia de nuestro ser, al exterior de nuestra belleza
interior. Afuera de nuestro jardín secreto donde germinan las ideas más
preclaras y los sentimientos más profundos y leales, y donde realmente aprendo
a saber quién soy en realidad y cómo amar en verdad.
Estamos llamados a vivir de dentro a fuera, pero tristemente, en
general, es todo lo contrario, vivimos de fuera adentro; dejándonos influenciar
por lo que vienen del exterior sin capacidad de discernimiento ni elección
entre lo positivo y lo negativo, entre la luz y la sombra, entre lo bueno y lo
mejor.
Al hombre, a la mujer contemporánea le hace falta tomar conciencia de
que vive sin vivir. Marcado por la exterioridad, la mundanidad, vanidad y
agresividad, se priva de lo mejor de él mismo: de su interioridad, de habitar
el jardín de Edén donde nacen y crecen todos los sabrosos frutos que pueden
aportar el dulce sabor a la vida, la alegría de vivir para amar.
Publicado por Eclesalia:
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