Pensamiento | François Euvé/LCC
Ambivalencia
de la culpa (II)
Ambigüedad del
juicio
La responsabilidad
conduce a formular un juicio. Saber tomar una decisión es esencial para toda
vida humana, que se forma según los actos efectivamente realizados. Es la
manifestación de la libertad que construye la persona: «El verdadero acto libre
de un hombre es aquel con el cual se elige a sí mismo»[9]. Obrar implica una elección entre diversas
alternativas que a menudo se pueden reducir a dos. Es importante no quedarse en
la indecisión, como dice el Evangelio: «Que la palabra de ustedes sea “sí”
cuando es sí y “no” cuando es no» (Mt 5,37). Tomar una posición
significa salir de la vaguedad, donde todo es equivalente. Significa abandonar
la indecisión, la actitud – tal vez más cómoda, pero a la postre
insatisfactoria – del espectador que no se compromete. Significa atribuir una
dimensión histórica al tiempo: ahora hay un antes y un después del momento de
la decisión.
El juicio es
necesario, pero nunca está seguro de dar con la verdad. Su carácter binario
debe llamar la atención sobre este punto. Este da la impresión de que las
situaciones se reducen a la alternativa del sí y del no. La lógica es operativa
(es una lógica de la acción), pero desprecia la complejidad real. El espectador
que no se compromete puede ser, con razón, más sensible que el «hombre de
acción» a esta complejidad, a la excesiva cantidad de parámetros que se deben
tener en cuenta antes de «decidir». Esta reserva es legítima; es problemática
si lleva a no comprometerse en la acción, pero tiene sus motivaciones.
El problema
aparece cuando el actuar encuentra sus propios límites. El hombre de acción
está dominado por un sentimiento de omnipotencia. Hemos visto que el cristianismo
parece alentar este sentimiento, cuando presenta al hombre como creado a imagen
de un Creador libre y omnipotente, llamado a «subyugar» y a «dominar» a las
demás criaturas (cfr Gn 1,28).
Tarde o
temprano, toda acción real tropieza con sus límites, que pueden ser externos
(resistencia del objeto de la acción) o internos (debilidad, enfermedad) y que
provocan cierta impotencia. La experiencia de los límites puede motivar una
toma de conciencia sobre la ambivalencia del poder, que a veces se ejerce en
detrimento de los demás, incluso sin que nos demos cuenta. Enunciar una ley que
limite el campo de acción protege al débil de la destemplanza del fuerte. Es el
sentido de varios mandamientos bíblicos, que se pueden reducir al siguiente:
«No codiciarás los bienes ajenos». La prohibición es un elemento fundamental
del camino educativo, para hacer comprender al niño que no está solo en el
mundo.
El sentimiento
de culpa deriva de la transgresión de estos límites. Realizar un acto prohibido
nos hace sentir culpables. Ahora bien, ¿hay algún acceso a la humanidad que no
implique también una superación de los límites, una forma de transgresión? Un
elemento como ese se encuentra en el inicio del cristianismo, en su relación
con la ley judía. Los Hechos de los Apóstoles narran que Pedro tuvo una visión
que lo invitaba a comer animales considerados impuros de acuerdo a esa ley
(cfr Hch 10). ¿Cómo osar transgredir un mandato divino tan
fundamental? Pero Pedro se da cuenta de que la obediencia de esta ley le impide
entrar en contacto con los «paganos», que podrían beneficiarse de la buena
nueva de la salvación.
De la persona
a la relación
El problema de
la culpa no puede permanecer encerrado en una perspectiva individual, que
tiende a asegurar su propia salvación con el dominio de su propio destino.
«Todo ideal dirigido hacia una perfección y a un absoluto dentro de sí, se
opone a lo relacional, que es siempre relativo a alguien, impredecible, y por
tanto no controlable antes del encuentro»[10]. No se puede ser juez de sí mismo. Karl Barth no
duda en escribir: «Bajo cualquier forma, el pecado deriva de la obstinación del
hombre a ser el juez de sí mismo»[11]. El juicio es un camino a la vez individual,
porque requiere una toma de posición, un compromiso de la persona con su
palabra, y relacional, en la medida en que la persona existe solo en relación
con los demás. Jesús juzga «según la verdad», porque «no está solo» (cfr Jn 8,16).
El juicio de
Dios es de este tipo. Dios no es el mejor juez de nuestros actos porque es
omnisciente. Significaría proyectar en él una imagen de transparencia total.
Conviene rechazar esta imagen del «Dios que observa», entendido a menudo como
acusador. Recuérdese los célebres versos de Victor Hugo: «debajo de esa tumba
inhabitable, / el ojo estaba fiero, inexorable… / ¡y miraba á Caín!». Es
significativo que en diversas iglesias Dios, el invisible, sea representado
como un ojo único al centro de un triángulo («ver sin ser visto»). Sartre
rechazaba con razón esta figura «divina», en realidad idólatra, en la medida en
que es una proyección de imágenes humanas: «La mirada ansiosa e inquisidora
expropia a tal punto que el ser entero es reducido a ser solo un espectáculo
para los otros»[12].
Nuestra vida
se desarrolla bajo la mirada de los demás. El niño actúa y juzga su acción bajo
la mirada de los padres. ¿Cómo la recibe? ¿Es una mirada de aliento, que lo
ayuda a dar sus primeros pasos, una mirada que llama, como Jesús que invita a
Pedro a salir de la barca y caminar sobre el agua (cfr Mt 14,22-23),
o es, en cambio, una mirada enjuiciadora, en la que el niño lee la diferencia
entre lo que hace y lo que debería hacer? De estas primeras experiencias
derivan representaciones que quedarán impresas en su memoria.
Lo que
distingue a quienes llamamos «santos» es la benevolencia que manifiestan hacia
los demás. En el límite, es una incapacidad para ver los defectos de los demás[13], que invierte la rapidez por ver la «paja» en el
ojo del hermano sin reparar en la «viga» que tiene el propio (cfr Mt 7,3).
Destacar un defecto o una falta del otro implica ponerse por encima de él,
convertirse en su juez, pero también significa llevar la relación a un nivel
irremontable, por cuanto el juicio impide acceder a la plena solidaridad.
El
reconocimiento de una miseria común establece una «relación de fraternidad»[14]. Si el juicio aleja, la misericordia acerca. La
violencia divide a la humanidad, al oponer a los hombres, unos contra otros.
Responder con la violencia no hace más que agravar la división. La paz que
surge no puede durar. Por otra parte, aceptar la violencia como un hecho dado,
intrínseco a la condición humana, tampoco resuelve nada. Uno se priva entonces
de cualquier medio para remediarlo. La actitud correcta es el rechazo de la
violencia, que puede ser acompañada de la acogida del hombre violento en tanto
ser humano, que no puede identificarse con su acto. Esa es la palabra del
perdón, que une al juicio sobre el acto y la misericordia hacia su autor. En el
relato evangélico, la violencia alcanza la cumbre al final, con el homicidio de
un inocente «sin razón alguna», y revela así su verdadera naturaleza. A quienes
quieren arrojarlo fuera de la comunidad humana, Jesús les responde con una palabra
de perdón: esto quiere decir que él no quiere romper la relación, porque no es
posible una vida humana auténtica que no busque establecer una comunión. Rezar
por sus propios verdugos no significa negarse a ver el mal que ellos
cometieron, ni tampoco es una prueba de debilidad por evitar el combate,
significa más bien expresar la esperanza de un cambio posible. Al soldado que
lo abofetea Jesús le responde con una pregunta: «Si he hablado mal, prueba qué
está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23).
A diferencia
de la mirada omnisciente – que no quiere dejar nada en la sombra; que quiere
explorar los rincones oscuros del alma; que impone su presencia insistente –,
la mirada de Dios es una mirada que – por decirlo de algún modo – se retira, se
ausenta. La presencia de Dios no se impone. En esto consiste su alteridad, su
«trascendencia». No es un modelo que debamos reproducir servilmente, como un
ídolo. «La paradoja de la religión cristiana – escribe Joseph Moingt – consiste
en ser la institución de una ausencia»[15]. La historia de la primera comunidad cristiana,
narrada en los Hechos de los Apóstoles, comienza con una partida, la
«Ascensión». Los apóstoles continúan la historia de Jesús a su modo, en
ausencia del «maestro». La ausencia física de Jesús invita a construir la
propia historia, a pronunciar nuestras propias palabras, que no son el eco
automático de un discurso escuchado. Retomar su modo de proceder no significa
proceder «como» él, sino que significa prolongar su acción de manera nueva,
creativa.
Cuando el don
recibido se vuelve parte de uno mismo, puede devolverse sin cargar en el
beneficiario la imitación, como si fuese una deuda que obliga a devolver el
equivalente. El don es «inestimable», porque no cabe en una escala de medición
cuantitativa. El donante está presente en el don, no como una figura que impone
su presencia pasada en la forma de modelo, sino como una figura nueva, inédita.
La noción de
culpa, aunque sea ambivalente por naturaleza, acompaña necesariamente el
crecimiento de la persona humana. Esta «desempeña un papel insustituible»[16], pues señala que no se alcanza la humanidad
auténtica sin una relación con el otro: relación que siempre es compleja,
ambigua, marcada en parte por el fracaso, y, por lo tanto, acompañada de un
sentimiento de culpa. La relación es multiforme. Si lo que está en juego es el
acceso a sí mismo, la capacidad de autoafirmación y de adquirir una autonomía
real, de hablar «en primera persona», ello está unido siempre a la relación con
otras instancias, personas, sociedades (con sus tradiciones y leyes), la
naturaleza, y, finalmente, a Dios, como lo «totalmente Otro». El deseo de ser
sí mismos, de querer echar mano solo a recursos propios, terminaría
inevitablemente en una sensación de vacío. El ser humano no puede, más que de
manera imaginaria, construirse a sí mismo. Sería la «libertad humana atrapada
en su propio vértigo»[17], en la que ya no habrían límites para la infinitud
del deseo.
Sería inútil
querer eliminar toda culpa y restaurar la inocencia perdida. La culpa es un
estado de las cosas. Un umbral nos separa del estado paradisíaco, cuyo ingreso
está custodiado por querubines con «una espada encendida que gira en todas
direcciones » (Gn 3,24). No experimentar ningún sentimiento de
culpa sería quedar encerrados en el propio imaginario de omnipotencia. La
reconciliación no está en el retorno a un origen soñado, sino en la dirección
de un futuro esperado, cuyos primeros frutos ya son reconocibles.
Si la culpa es
el signo de una relación viva, por lo tanto vulnerable, sería ilusorio
superarla solo a partir de uno mismo. Los procesos de autojustificación
conducen a un callejón sin salida, o refuerzan el sentimiento de culpa, cuando
se descubre que las razones invocadas son inconsistentes. Autojustifiación y
autodenigración (el remordimiento) tienen la misma consecuencia. Uno no puede
juzgarse ni salvarse a sí mismo. Solo el intercambio de palabras restablece la
relación alterada y vuelve a abrir la situación bloqueada.
Este
intercambio trae consigo dos tipos de palabras: la confesión y el perdón, ambas
necesarias, y de las que no se puede decir cuál debe preceder a la otra. El
perdón no está más condicionado por la confesión que la confesión lo está por
el perdón. Ambos se fortalecen mutuamente. La confesión es mucho más profunda
si está animada por una palabra de perdón incondicional. Y el perdón es mucho
más sincero si puede fundarse en una confesión previa. Además, hay una doble
confesión: la del amor y la de la culpa. «Confesarse a otro significa siempre
declararle que lo amas y que te reconoces débil, impotente, culpable, indigno
incluso del amor que le tienes y al que le pides ayuda para ser salvado»[18].
Conviene
renunciar a las grandes construcciones ideales, que fundan la esperanza en
esquemas mentales, para tomar en consideración algunas situaciones concretas,
por complejas que sean, de las personas en su singularidad irreductible.
«Sentir en esta Tierra» es la más pura de las alegrías[19], porque la fragilidad de la existencia revela todo
su peso y su valor. Debemos aceptar enfrentarnos con el enigma, o, incluso, con
el «absurdo» de la existencia humana, sin soñar con soluciones simples y
claras; debemos aceptar andar a tientas, equivocarnos. Pero el mensaje
cristiano también nos invita a no perder de vista un horizonte «utópico». Si no
existe una vía ya trazada para alcanzar la reconciliación universal, para hacer
reinar la paz y la justicia, estos grandes ideales, presentes en el corazón de
todos los hombres, permanecen como guías para la acción. La culpa puede
recordarnos esto.
Publicado por La Civiltá Cattolica
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