lunes, 1 de noviembre de 2021

Hablando de Dios


Valores | Carlos F. Barberá/A

 


Hablando de Dios


 Temo que en estos tiempos de modernidad líquida (Bauman dixit), la liquidez afecte a las modernas elucubraciones sobre Dios. Y tengo la impresión de que, por este camino de la fluidez de los conceptos, Dios se vaya convirtiendo, según la definición de Heckel, en un mamífero gaseoso.


Dios parece ser una fuerza, un espíritu que se expande y que se va apoderando de toda la realidad haciéndola divina. Basta cerrar los ojos en silencio para descubrirse como un pedazo de hielo en ese mar infinito en el que finalmente uno se disuelve.


En la escolástica medieval había una obsesión por la claridad de los conceptos. Cuando se utilizaba una palabra era preciso conocer exactamente de qué se hablaba. Hoy se echa mano más bien de imágenes (el mar y las olas, por ejemplo) que flotan y únicamente sugieren.


Con este trasfondo, me gustaría decir: Dios es el misterio absoluto, del que nada se puede pensar ni decir. Está más allá de toda palabra o definición. Pero este Dios ha querido crear un mundo y colocar en él al ser humano. Lo ha hecho así, ha mirado su obra y ha visto que era buena. Buena pero distinta de Él, autónoma, profana. El mundo no es divino.


Sin embargo, Dios quiere participar en él. Sólo puede hacerlo por medio de su icono, de su “Hijo” que para ello ha de hacerse también profano, hacerse carne. De este modo en un ser humano –humano, es decir, profano- ha habitado la plenitud de la divinidad. Sus acciones han sido humanas –relativas, interpretables- pero quien le ha visto ha visto al Padre (él nos ha enseñado a llamarlo así)


Cuando desaparece de este mundo deja tras de sí su Espíritu. Lo ha derramado en nuestros corazones, que no por ello dejan de ser humanos y ha sembrado en todas las cosas un sentido., una apertura a un más allá. No las ha cambiado, la realidad sigue siendo profana, mutable, investigable. No es divina ni está llena de dioses, como decía Tales de Mileto. “Vestidos los dejó con su hermosura”, cantó Juan de la Cruz. Pero la hermosura es algo que hay que descubrir, requiere ojos adiestrados. Por eso el Espíritu puede abrírnoslos para ver la promesa de trascendencia que habita la realidad sin cambiarla.


Cada uno de nosotros no es una ola del mar ni un hielo en el océano. Es un individuo que gestiona su vida por sí mismo. Si puede y quiere (por la fe) alcanza a verla en su profundidad y esperar un encuentro (encuentro, no disolución) futuro.


Entretanto, como decía la antigua película brasileira, somos pobres y nuestra única palabra es una palabra de pobres: gracias.


Publicado por Atrio


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