Fe y Vida | Juan Antonio Ruiz Rodrigo
El amor a
los enemigos
Después de la proclamación de las bienaventuranzas,
el Evangelio de
Lucas presenta un discurso de Jesús dirigido a aquella multitud que había
venido a escucharle cuando bajaba de la montaña con los doce (cf. Lc 6, 17).
Esta enseñanza tiene un tono particular. No aparece el enfrentamiento con la
tradición de los escribas de Israel, sino que muestra la diferencia cristiana que los discípulos de Jesús
deben vivir ante los demás pueblos.
«A vosotros los que me escucháis, os digo…». Estas
son las primeras palabras de Jesús, que introducen un mandato, una exigencia
fundamental: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian».
Ciertamente, estas palabras están conectadas con la cuarta bienaventuranza
sobre los perseguidos por seguir al Señor (cf. Lc 6, 22-23), pero en realidad
se dirigen a todo oyente que quiera convertirse en discípulo de Jesús.
El amor a los enemigos no es solo una invitación a
vivir de manera extrema el mandamiento del amor al prójimo (cf. Lv 19, 18; Lc
10, 27), sino una exigencia fundamental que es paradójica, desconcertante y
escandalosa. Por tanto, este mandato de Jesús se presenta como una gran novedad
con respecto a toda ética y a toda sabiduría humana.
Con este mandato, que Él mismo vivió en la cruz
pidiendo a Dios que perdonara a sus asesinos (cf. Lc 23, 34), Jesús pide lo que
solo es posible por la gracia. Aquí, pues, Cristo rompe con la tradición, y
presenta el novedoso comportamiento del verdadero discípulo: es la justicia que
va más allá de toda justicia (cf. Mt 5, 20), es la fatiga del Evangelio, es la
locura de la cruz (1 Cor 1, 18.22-23).
Ahora con Jesús, esa violencia limitada por la norma, por la ley del talión, la legítima defensa, la norma de convivencia, incluso ese amor al prójimo y esa capacidad de perdón a los nuestros, se quedan muy cortos. Él pronuncia en este Evangelio algo que tenemos tan oído que tal vez no somos conscientes de su intensidad: el amor a los enemigos. ¿Nos damos cuenta de lo que significa esto? El enemigo es el que ha puesto en peligro mi vida, el que me ha causado una herida incurable, el que ha perjudicado gravemente a mi gente, el que me amenaza constantemente, el que se ha llevado mis bienes, el que me ha metido en pleitos y juicios sin necesidad y sin razón. Y Jesús nos invita a orar por ellos, a desearles el bien. Es decir, a pedir al Señor que se conviertan, que sean felices, que tengan suerte en la vida. No se trata de rezar un padrenuestro de compromiso. Es ponerlos en la presencia de Dios, conmigo, y decir con el corazón en la mano: «Señor, es mi hermano, atiéndelo». ¿Nos damos cuenta de lo que nos pide Jesús?
El amor a los enemigos no es natural de alguna
manera, porque en la naturaleza hay que pelear, y el instinto de conservación
nos conduce a defender a toda costa nuestra vida, nuestros bienes y nuestra
familia. El enemigo es un peligro ante el que hay que luchar y del que tenemos
que defendernos. Sin embargo, el Evangelio nos invita a amar a los enemigos.
¿Cómo nos puede pedir algo así?
Nuestra sociedad en parte es de supervivientes, que
defienden, luchan y pelean, dispuestos a herir para no ser heridos. Sin
embargo, frente a esta supervivencia aparece la convivencia, que es compartir
la vida con otros, considerar de verdad prójimo a toda persona que se acerca a
nosotros. De este modo, el esfuerzo por sobrevivir (la defensa, la agresión, la
unión cerrada) da paso en mayor o menor medida a otra forma de ser: la acogida,
el perdón y el amor. Convivir es la actitud de vivir con otros, cargar con
ellos, depender de ellos, respetarlos. En muchas ocasiones por atender a
nuestros padres, cónyuges o hijos, no sólo perdemos horas, sino que a veces
perdemos años de nuestra vida. Pero no nos importa, porque los queremos. El
problema cristiano es: ¿hasta dónde amamos? ¿Hasta nuestros padres, hermanos, y
las personas que nos quieren? ¿O más allá todavía? Esa es la pregunta
fundamental.
Cuando la caridad de Dios entra en nuestra vida,
¿cómo vamos a ver personas para destruir? ¡Imposible! Veremos personas para
convertir, regenerar y conducir a la bondad. Cuando de verdad experimentamos y
sabemos que nuestra vida está abierta a la eternidad, que ya está aquí la
eternidad, la prioridad no es vencer ni derrotar, sino aprender a vivir esa
eternidad donde no habrá que defenderse contra nadie y donde no podrán
destruirnos. Empezar a vivir ya aquí la vida eterna, adelantar el Reino entre
nosotros (eso son las bienaventuranzas), es la condición necesaria para cumplir
el amor a los enemigos. El Señor lo hace posible. Unámonos a Él, participemos
de su vida, y veremos cómo podemos lograrlo.
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