La Familia | Juan Orellana
Un amor intranquilo. Cuando el trastorno
bipolar es trastorno familiar
Cada vez se estrenan con más frecuencia películas
que abordan la cuestión de las enfermedades mentales. Probablemente sea el
alzhéimer la enfermedad más tratada, con títulos como Quédate conmigo (2012), Siempre Alice (2014)
o ¿Y tú quién eres? (2007) entre otros muchos
ejemplos. También la esquizofrenia –Una mente maravillosa (2001), Cisne negro (2010) o El rey pescador (1991)– y el autismo –Rain Man (1988), Especiales (2019)
o Tan fuerte, tan cerca (2011)– han sido abordados
desde diversas perspectivas. Pero el trastorno bipolar no ha encontrado tanto
reflejo cinematográfico. Y esa es la enfermedad que padece precisamente el
protagonista de Un amor intranquilo, una película
rodada en plena pandemia, como se evidencia por la mascarilla de algunos de los
personajes.
Leila y Damien son un matrimonio de artistas
franceses. Leila es de origen argelino y tiene un taller de restauración de
muebles antiguos. Damien es pintor y se gana la vida vendiendo sus obras en
exposiciones y galerías. Tienen un hijo pequeño llamado Amine. Viven en un gran
chalet y entre ellos existen lazos de verdadero afecto. Pero esa felicidad se
pone en peligro cada vez que Damien descuida su tratamiento médico de litio y
se desata su bipolaridad llevándole a la hiperactividad, la pérdida de contacto
con la realidad y conductas peligrosamente disfuncionales. Cuando eso ocurre,
Amine sufre, y Leila trata de reconducir la situación sin tener que recurrir al
siempre traumático ingreso hospitalario. Pero ella cada vez está más cansada y
se siente dramáticamente superada.
El director, el belga Joachim Lafosse, siempre ha tratado dramas familiares
en sus películas y lo ha hecho con seriedad: la adopción en Los caballeros blancos (2015) y en Perder la razón (2012), el divorcio en Después de nosotros (2016) o las relaciones
maternofiliales en Continuar (2018).
En este ocasión, y partiendo de algunos hechos autobiográficos, pone el foco en
las consecuencias que tiene para todos los miembros de una familia el hecho de
que uno de sus miembros padezca una enfermedad mental. Especialmente para la
persona cuidadora, en este caso Leila, a la que no bastan su sincero amor y su
buena voluntad. A pesar de que ella cuenta con el apoyo de su suegro, es
evidente que necesitaría de una red social de amistades en la que poder
sostenerse, red de la que carece y por lo que Leila está al límite de su
capacidad y paciencia.
En el filme se evidencia que, sin una mirada de
sentido, es decir, trascendente, algunas situaciones son humanamente imposibles
de asumir. Quizá por esto la película, siendo una gran obra, nos deja un sabor
de tristeza sobrecogida.
Es curioso que actor y actriz se llaman como sus
personajes, para facilitar el proceso de identificación con ellos e
interiorización de sus dramas. Quizá por ello tanto Leila Bekhti como Damien
Bonnard hacen un trabajo dramático impecable, que permite al espectador
solidarizarse con cada uno de ellos y entender su mundo interior. Una película
valiente y sincera, a la que le falta la Luz con la que se puede iluminar la
oscuridad.
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