Cultura y Vida | Carlos Pérez Laporta
El
fin de todas las guerras
No creo que ninguna guerra acabe con la paz. Es
más, tengo serias dudas de que las guerras puedan realmente acabar. No
finalizan porque carecen de una finalidad. Si la guerra tuviera un fin los
contendientes nunca se habrían enfrentado. La guerra es precisamente el
desencuentro de objetivos en un mismo acto. Por eso, su resultado no puede
nunca constituir su fin, porque aunque una de las partes llegase a cumplir su
objetivo, habría tenido que destruir las posibilidades de su oponente, o a su
oponente mismo. Por ello, una guerra no acaba, sino que antes o después conduce
a otra, que desembocará a su vez en una tercera, y así sucesivamente. Acaban
las hostilidades y comienza el rearme. La guerra aguijonea la historia desde
Caín y Abel hasta nuestros días.
Así vivió Zweig las guerras de la primera mitad del siglo
XX, como cuenta en los Diarios publicados por
Acantilado: «Me cuesta concebir cualquier “victoria”, lo único que veo por
todas partes es el sacrificio de millones de vidas y la miseria humana». Aun
cuando se ganan batallas «quedan atrás sin hacer mella», pues no se llegan a
experimentar «ni verdaderos triunfos ni verdaderas derrotas». La guerra es una
agonía sin fin: «Teníamos la esperanza de haber llegado al final y resulta que
empieza ahora» (1915); «hemos tomado Lublin […]. Pero yo sigo sin poder
alegrarme, solo veo en ello una prolongación del conflicto, […] ¡ningún
desenlace! ¡Todo lo contrario! […] La guerra se prolonga y no se atisba el
final». Tanto es así que todos sabían que la Primera Guerra Mundial conduciría
indefectiblemente a la segunda, lo cual sucedió antes de lo esperado: «sé que
nadie en el mundo pedirá clemencia para Alemania, la pisotearán hasta
aplastarla. Porque ahora conocen su poder y saben que en 50 años resucitará con
una fuerza demoníaca».
El pesimismo se va apoderando de él. «Es trágico,
pero en este momento la guerra debería causar más muertos para que la gente se
diera cuenta de que es una locura». Siempre había buscado la «autoridad para
hacer el bien», pero la guerra le desespera. Comienza a eludir a la gente
porque «cacarean los mismos disparates, sin darse cuenta de que se los han
susurrado». Con el tiempo se alejará también de la mayoría de sus allegados:
«Entre mis amigos y yo hay algo que se ha echado a perder, quizá para siempre».
Al exasperar, su pacifismo –«la vida lo es todo, el
único bien supremo»– iba transformándose en huida: «Mientras el objetivo de la
lucha era combatir el principio de agresión, tenía sentido, pero ahora que este
principio se ha revelado invencible militarmente […] solo contribuye a verter
sangre […] por respeto a la idea, grandiosa y atroz a un tiempo, del “honor
patrio”». Ante Hitler, su pacifismo es puro derrotismo: «Me pregunto si no
deberíamos abandonar de una vez por todas Europa». Pues, al fin y al cabo,
«¿qué es Europa? Una ficción de la que hay que olvidarse».
Por eso, se marchó a Brasil, buscando «el arte… de
vivir para mí y no para los tiempos, que a fin de cuentas son la destrucción de
la vida». Pero si su vida era escribir para otros, con su evasión «la vida ya
no merece la pena»: estaba «condenado a escribir el resto de mi vida en un
idioma que solo hablan aquellos a quienes se les prohíbe leerme» por ser judío.
La derrota de Europa significó el aborto de su misión y, por ende, del sentido
de su vivir. Todos sabemos cómo terminaron sus días. El pacifismo no podía ser
la solución. Tampoco la resistencia de Ucrania pondrá fin a la guerra. Pero su
martirio nos interroga, devolviéndonos a la búsqueda de una Europa cuya
libertad pueda merecer el sacrificio de nuestras vidas, mientras esperamos el
único Fin de todas las guerras.
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