Fe y Vida | Miguel A. Munárriz/FA
Lo importante es el fruto
Lc
13, 1-9
«Ya
hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro…»
Una
de las parábolas clave para entender los criterios de Jesús es la del fariseo y
el publicano. El fariseo da gracias a Dios por ser como es y ni siquiera se
atribuye el mérito de ser así, pero el autor nos dice que no alcanzó la
justificación que buscaba. Y nos preguntamos: ¿Cómo puede una oración de acción
de gracias de un hombre justo no ser grata a Dios?
Parece
una parábola paradójica, pero la explicación es muy sencilla: el fariseo había
recibido mucho y se había quedado con todo. Pensaba que las virtudes con las
que Dios le había favorecido eran parte de su “Haber”, cuando en realidad
formaban parte de su “Debe”. Las había recibido para dar fruto y, según el
sentido de la parábola, no lo había dado. Recuerdo decir a Ruiz de Galarreta:
«Me preocupan más mis virtudes que mis pecados», y es lógico, porque el pecado
es consustancial a nosotros, pero las virtudes —los talentos— las hemos
recibido para algo.
El
espíritu de Dios solo se puede manifestar en el mundo material si está
encarnado, y esto significa que en el mundo no puede haber amor, sino personas
que amen y sean amadas, ni puede haber misericordia, sino personas
misericordiosas. El amor, la misericordia, la tolerancia o la felicidad, solo
pueden darse en las personas; solo pueden darse encarnados. Y eso implica que,
si yo he recibido sabiduría, empatía o cualquier otro talento, es para que haya
sabiduría y empatía en el mundo; y no me los puedo guardar para mí solo, sino
que deben dar fruto.
Los
frutos por excelencia son los derivados del amor, pues son reflejo directo del
amor de Dios. Pablo manifiesta esta idea de forma magistral en su primera carta
a Corintios: «Si me falta el amor de nada me sirve… si no tengo amor nada soy».
Conocer a Jesús desde niño, ahondar en su mensaje a lo largo de la vida,
guardar los mandamientos, pertenecer a la Iglesia, participar en sus ritos o
frecuentar sus sacramentos, de nada me sirve si no amo y ese amor no da fruto.
Los
frutos del amor son la entrega, la fraternidad, la solidaridad, el
desprendimiento, la misericordia, la tolerancia, la ayuda mutua… y estos frutos
son el modo que tenemos los seres humanos de contribuir a la obra de Dios; es
decir, de generar humanidad y llevar la creación a plenitud.
Somos
higueras esplendorosas muy bien cuidadas, podadas, abonadas y regadas, pero no
debemos olvidar que todo ello tiene un único fin: dar fruto. Si no damos fruto
lo único que hacemos es “cansar la tierra”.
Una
cosa más; y ésta anecdótica. Si leyésemos la parábola de la higuera como si
fuese una metáfora —cosa que no debemos hacer porque rara vez las parábolas de
Jesús tienen carácter metafórico—, ¿con quién identificaríamos a Dios; con el
amo que quiere arrancarla… o con el viñador que quiere seguir abonándola un año
más para darle otra oportunidad?...
Publicado
por Feadulta.com
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