Reflexión | Miguel A. Munárriz/FA
Zaqueo
Lc
19, 1-10
«Al
ver esto, todos murmuraban»
Hay
escenas del evangelio que se prestan especialmente a la contemplación, y ésta
es una de ellas. Su mensaje de fondo es que Jesús no considera al pecador un
ser malvado, sino necesitado, y ésa es una de las mejores noticias que podíamos
recibir. Pero, aparte del mensaje, este pasaje nos invita a disfrutar
contemplando un suceso que muestra fielmente su independencia de juicio y su
libertad de acción.
Imaginemos
Jericó en tiempos de Jesús; un vergel de palmeras y pinos silvestres en las
cercanías del Jordán. La benignidad de su clima y la belleza de su paisaje
hacían de esta población un lugar idóneo para residir, y no eran pocos los
personajes notables de Jerusalén que la habían adoptado como lugar de
residencia. Bien es cierto que el fenómeno de masas surgido en Galilea en torno
a Jesús no tenía demasiado eco en Judea, pero su fama de líder poderoso le
había convertido en un personaje conocido por muchos judíos.
No
es extraño, por tanto, que cuando sus habitantes le vieron acercarse rodeado de
un amplio séquito de galileos camino de Jerusalén, saliesen para recibirle en
la puerta del Este. Como ocurre en estas ocasiones, los notables de la ciudad
se esforzaban por no pasar inadvertidos, y es de suponer que se disputaban el
honor de hospedar al profeta y sus amigos más íntimos en sus casas.
Entró
pues Jesús en la ciudad rodeado de personas importantes que le estrujaban y le
agobiaban con mil atenciones superfluas. De pronto, y ante el asombro de todos,
detuvo su marcha, miró a un hombre que se hallaba subido a un árbol para verle
mejor, y le dijo: «Zaqueo … hoy me hospedaré en tu casa».
Zaqueo
era el jefe de los publicanos de Jericó; un hombre, por tanto, muy rico, aunque
proscrito y odiado por causa de su profesión. Por eso, cuando la gente
importante que acompañaba a Jesús se vio preterida por un pecador público,
quedó atónita y escandalizada. Ya no le aclamaban ni le apretujaban, y una
oleada de murmullos de desaprobación llenó la escena. El espectáculo había
terminado de la forma más inesperada,
No
conocían a Jesús. Ignoraban que para él los importantes no eran los sabios, los
ricos o los poderosos, sino los necesitados —aunque en este caso la necesidad
no fuese de índole económica—. Tampoco sabían que nunca le detenían los
prejuicios o el qué dirán, y que no tenía ningún reparo en que le viesen en
compañía de personas aborrecidas por todos.
Y
es que, con su actitud, Jesús quería mostrarles que lo importante son las
personas; que los tenidos por pecadores son en realidad los más necesitados de
ayuda, y que él no los despreciaba, sino que, por el contrario, les prestaba el
apoyo que necesitaban. Y lo hacía a su manera; liberándoles de la vergüenza, la
humillación y el sentido de culpa que con tanto ahínco fomentaban en ellos los
tenidos por buenos.
Publicado
por Feadulta.com
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