Nuestra Fe | Diego Pereira Ríos
Por la fe en la Pascua,
nuestra esperanza espera lo imposible
El
evangelio de este domingo nos relata el proceso humano que hicieron aquellos
primeros testigos de la resurrección: María Magdalena que va al sepulcro y ve
corrida la piedra que oficiaba de puerta y vuelve corriendo a donde estaban los
discípulos. Luego aparecen Pedro y “el otro discípulo” –del cual se afirma que
es Juan- que, empujados por la noticia, salen corriendo a confirmar lo que
María había afirmado. El otro discípulo corría más y llegó primero, pero se
frena y deja pasar a Pedro. Pedro entra y observa todo y se da cuenta que el
cuerpo no está y el sudario, por lo tanto, María decía la verdad. Pero junto con la falta del cuerpo, el lienzo
que envolvía a Jesús estaba en otro lugar, no donde debería estar. Hay algo que
lo desconcierta. Si se hubieran llevado el cuerpo ¿por qué dejarían los
lienzos? ¿No era más fácil llevárselo con todo? De alguna manera, estas podrían
ser algunas de las tantas preguntas en las cuales Pedro se habrá visto
empantanado.
María
Magdalena queda tan sorprendida que no logra hacer otra cosa que salir
corriendo. Seguro que la idea de que hicieran algo con el cuerpo de Jesús la
llenaba de miedo y por eso corre a contarle a los apóstoles. María, que aparece
como testigo de la primera señal de la resurrección –el sepulcro vacío-, de
quien Dios se vale para llamar a los discípulos, luego no aparece más en la
escena. La mujer salvada por Jesús, que no dudó en seguirlo y serle fiel hasta
la cruz, es a quien se revela el “vacío de Dios”: “no sabemos dónde lo han puesto” (v. 2b). Ese vacío de Dios, del
cual experimenta el “ver” el sepulcro vacío marca una actitud nueva en María
que desaparece de la escena. ¿Se habrá
quedado tan estupefacta que no tuvo reacción? ¿Creyó enseguida que Jesús estaba
resucitado? No lo sabemos, pero sí
sabemos que esa misma mujer aparecerá posteriormente siendo testigo de la
resurrección. En este momento, quisiera que nos quedemos con ese proceso de
María: testigo del sepulcro vacío, denunciadora de la situación y por último,
dando lugar a otros, quedándose a un costado.
El
evangelio nos deja algo que parece ser secundario, pero que es lo más
importante: “Entonces entró también el
otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó” (v.
8). Mientras María Magdalena demuestra desconcierto y se preocupa por no saber
dónde estaba el cuerpo de Jesús y, mientras Pedro pareciera quedar mudo ante
tal situación, en cambio el otro discípulo “vio y creyó”. Pareciera que este
discípulo tuvo la prudencia de respetar el lugar de Pedro, de alguna forma
también colocándose en segundo lugar como María, sabiendo esperar el momento en
el cual debía entrar al sepulcro. Y al
entrar no tuvo dudas: vio y creyó. El discípulo vio lo mismo que María y Pedro,
pero aún más: ve a María sin consuelo y ve a Pedro sin respuesta. Podríamos
decir que, si bien no sufrió el shock de María ante el vacío del sepulcro, y
sin tener la responsabilidad de Pedro ante los doce, su corazón fue alcanzado
por el todo de la situación logrando
así creer en la resurrección.
Sin
duda que la capacidad humana de ver es lo que más nos da seguridad en las
distintas situaciones de la vida. Todos necesitamos ver a quienes amamos, por
donde caminamos, o aquello que vamos a comer. Muchas veces estamos convencidos
que, si vemos, entonces podemos tener cierto control de las situaciones de la
vida. Es más, por el ver somos testigos de lo que sufren las víctimas de la
guerra, los miles de personas inmigrantes que luchan por un futuro mejor, de la
maldad que a diario nos acusa en un mundo tan violento. Pero, justamente en
contra de ver pruebas, los discípulos ven el no-estar del cuerpo de Jesús. Lo
que experimentan es el vacío de Dios y con ello la no presencia de una promesa.
Pero el “otro discípulo” del evangelio nos da una clave: hay realidades que no las podremos ver sino es con los ojos de la fe.
Pero no se trata de una fe construida por nosotros, sino que es una fe dada por
el Dios de la vida: por el Padre, que nos hace reconocer la presencia de su
Hijo. Hay un ver que no es corporal, sino interno, espiritual. En esto también
se cumplirá lo que Jesús prometerá luego en las apariciones: “felices los que crean sin haber visto”
(Jn 20, 29).
En
este ver a Jesús, vivo y resucitado
hoy, está fundada nuestra esperanza sabiendo que ver a Jesús no es tal como
nosotros queremos o necesitamos –verlo-, sino que se revela a su manera. Y la
manera de Dios revelarse hace necesaria la fe. La fe es la llave para abrir una
puerta a un camino de una nueva existencia, una nueva manera de vivir: vivir en
y con Dios. Por la fe en Jesús, Dios se autocomunica
a nosotros. La fe hace posible que veamos posible lo imposible y es allí donde
nuestra esperanza se ensancha. Ante tanto sufrimiento en nuestras realidades
humanas, junto con el drama de la muerte, la esperanza de una vida plena se
fortalece desde la fe en la resurrección de Jesús. “Para la esperanza, Cristo no es solo un consuelo en el sufrimiento,
sino también la protesta de la promesa de Dios contra el sufrimiento”[i].
En este sentido, saber que Dios camina
vivo con nosotros es experimentar que nuestra esperanza es la suya, que
nuestros deseos de bien son los suyos. Desde la resurrección de Jesús, brota
una fuerza que nos llena de esperanza en un mundo mejor y que nos compromete a
disponer todas nuestras fuerzas en la construcción de ese futuro tan deseado.
Imagen
tomada de: https://montecarmelo.com/2021/06/29/la-esperanza-de-la-resurreccion/
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