Vida
Humana | María Calvo Charro (Profesora
de la Universidad Carlos III)
El privilegio de no ser un hijo deseado
En los
países llamados desarrollados, los hijos adquieren valor social y jurídico en
la medida en que hayan sido deseados. Un embarazo no deseado es la
justificación suficiente para eliminar la dignidad del no nacido y, por lo
tanto, su derecho a la vida. Estamos ante la sublimación de los deseos en
detrimento de la razón, que cede radicalmente ante los sentimientos y las
emociones. En estas circunstancias, para satisfacer nuestros deseos, todo lo
técnicamente posible se convierte en moralmente lícito, incluida la
mercantilización de la vida humana por vientres de alquiler;
la consecución del hijo a través de una transacción económica; la renuncia al
hijo que no se adapta a lo que habíamos soñado, programado o que llega con
alguna tara o defecto genético, o la orfandad de padre incluso antes de nacer,
sustituyendo la genealogía por la tecnologías.
Pero son
muchas las mujeres, algunas en circunstancias absolutamente traumáticas y en
una soledad absoluta, las que deciden seguir adelante con un embarazo no deseado. Mujeres
que, a pesar de las dificultades, donan su cuerpo, por amor, para que sea
habitado por una alteridad que las trasciende. En estos casos, el amor precede
al deseo. Dos conceptos sobre los que existe gran confusión actualmente y que
son diametralmente opuestos, pues mientras el deseo consiste en tomar, el amor
es dar. El deseo, como señala Bauman en su obra El amor líquido, es centrípeto; el amor centrífugo.
El deseo produce placer, el amor felicidad. El deseo consiste en pensar en uno
mismo y es por ello autorreferencial y narcisista; el amor es pensar en el otro
antes que en uno mismo. El amor genera plenitud, mientras que el deseo, como
afirma Recalcati, tiene esa característica nihilista de llevarnos de un objeto
a otro sin que ninguno logre satisfacernos, porque en el mito posmoderno de lo
nuevo verificamos que la insatisfacción siempre es la misma.
La
diferencia entre el deseo y el amor marca otra nueva diferencia entre buscar al
hijo perfecto a toda costa y acogerlo a pesar de las circunstancias, cuando
venga y como venga, con todos sus defectos e imperfecciones, que son
manifestaciones de la originalidad de la vida y nos humanizan. La alegría de la
maternidad es dar vida, no tener el hijo ideal. Acoger supone renunciar a
nuestros sueños omnipotentes de control, aceptar el riesgo, subordinar nuestros
proyectos a una nueva vida, ceder a nuestras expectativas y abrirnos a la
sorpresa y a lo imprevisto, en muchas ocasiones de forma heroica.
Hay una
gran diferencia entre el hijo que nace libre, porque la libertad del ser humano
requiere un comienzo indisponible, y el que nace sometido a una relación de
dominación, porque tiene un fin y un destino predeterminado: dar sentido a
nuestra vida, hacernos compañía en la soledad o intentar solucionarnos
sufrimientos arcaicos enterrados en el subconsciente que, como señala el Comité de Bioética Español,
ningún embarazo será capaz de satisfacer. El niño, cuando es buscado para
colmar expectativas inconscientes, como afirma Recalcati, «sin saberlo, está
secuestrado en el deseo de la madre».
Esto marca
a su vez otra diferencia, entre el niño como producto de nuestros deseos y el
niño como subproducto de la actividad sexual de sus padres, en la que lo ideal
sería que hubiera amor y entrega entre el hombre y la mujer —que fuera el
resultado del azar de la metáfora del amor de sus padres, que no desearon tener
un hijo, sino que se desearon el uno al otro—, pero que, en muchas ocasiones,
no es así —mujeres abandonadas y maltratadas—, lo que magnifica la generosidad
y valentía de la mujer que decide seguir adelante con ese embarazo.
El hijo no
deseado es visto por el poder público y gran parte de la sociedad como un
problema, una carga, un fardo, un obstáculo a nuestra realización personal y
profesional, lo que justifica sobradamente deshacernos de él. Sin embargo, para
las mujeres que, abiertas a la contingencia, deciden, a pesar de los peligros e
imprevistos, seguir adelante con ese embarazo que no entraba en sus planes, el
hijo se convierte en un don, un regalo inédito e inesperado, inoportuno —los
hijos siempre suelen ser inoportunos—, trascendencia en su más pura inmanencia
y, sobre todo, alteridad.
Nacer como
un hijo no deseado es un privilegio, hoy escaso y extraño, pues supone nacer
plenamente libre, sin expectativas sobre el futuro, sin objetivos concretos a
cumplir, sin que nos deba la vida a nosotras sino a un proceso vital, sin una
programación previa, sin la intervención de terceros o de la técnica. Esto
puede provocar, en palabras de Habermas, un menoscabo de su autocomprensión
moral, pues al crear al hijo mediante un procedimiento planificado este resulta
sustraído de toda contingencia, espontaneidad o improvisación, que de algún
modo existe en el inicio natural de la vida en general, segando así su
libertad.
Estas
mujeres valientes merecen respeto, apoyo y protección. Ellas saben que ser
genitora de la vida no te hace su propietaria. Que la maternidad es
hospitalidad sin propiedad. Que los hijos son descendencia, no pertenencia y
que, en consecuencia, no vienen a ser un relleno de nuestros vacíos
existenciales ni a cumplir sueños frustrados, sino a volar y tener una vida
propia que muchas veces constituye un enigma indescifrable. El rasgo distintivo
de la maternidad generosa es aquella que no sofoca al hijo con sus proyectos,
sino que sabe abandonarlo en la configuración de un destino propio y diferente
del soñado por su progenitora. Esta es, de hecho, la mayor prueba que le espera
a toda madre: dejar marchar a su hijo.
Una madre
que sabe que concebir un hijo, llevarlo en las entrañas, alimentarlo con el
propio cuerpo y con sus pensamientos, supone comenzar a perderlo desde el
instante en el que nace, reconocerlo como pura trascendencia —una vida que la
madre no posee, sino que alberga—, generarlo como una alteridad, es una madre
capaz de hacer el regalo supremo y más difícil que se puede hacer a un hijo por
amor: la libertad.
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