Evangelización | Carlos Pérez Laporta
En la casa de mi Padre hay muchas
moradas
Jueves de la 30ª
semana del tiempo ordinario. Fieles Difuntos / Juan 14, 1-6
Evangelio: Juan 14, 1-6
En aquel
tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No se turbe
vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre
hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un
lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para
que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el
camino». Tomás le dice:
«Señor, no
sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Jesús le responde:
«Yo soy el
camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Comentario
«Padre, este es
mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy». Al final de
toda una vida lo que desea Jesús, Dios hecho hombre, es lo que desean todos los
hombres que se han atrevido a amar: que la brecha que abre la muerte no sea
definitiva, que la separación no sea pérdida. Cristo amó a los suyos, y solo se
puede amar para siempre. El amor no conoce otro tiempo verbal en que
conjugarse que el siempre: amamos como si amáramos desde siempre, como si no
existiera el día en que el amor comenzó a servirse de nuestra sangre; y amamos
como si no existiera la muerte: «Amar a alguien es decirle tú no puedes morir»,
escribió Gabriel Marcel. Amar a alguien en verdad exige la eternidad.
Y esa
precisamente es la «gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la
fundación del mundo». La gloria del Hijo es el amor eterno, anterior al mundo y
al tiempo, con el que el Padre ama al Hijo. Ese mismo amor nos tiene, y por
medio de ese mismo amor nos amamos entre nosotros. Porque no hay otro amor: «ni
muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni
potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos
del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (primera lectura).
Pero solo quien
conoce personalmente su amor, quien conoce a Cristo y el nombre del Padre vive
con la certeza de ese amor: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu
nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». Solo
quien conoce a Cristo puede alimentar con su amor la esperanza de volver a
abrazar a todos aquellos a los que amamos y que perdimos, porque reconoce en Él
el mismo amor inmortal con el que amamos a los nuestros. Si amamos así a
Cristo, tenemos la certeza de que nuestro amor no puede morir.
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