Evangelización | Carlos Pérez Laporta
No escuchan ni a Juan ni al Hijo del
hombre
Viernes de la 2a
semana de Adviento / Mateo 11, 16-19
Evangelio: Mateo 11, 16-19
En aquel
tiempo, dijo Jesús a la gente:
«¿A quién se
parece esta generación?
Se asemeja a
unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo:
“Hemos tocado
la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis
llorado”.
Porque vino
Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del
hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de
publicanos y pecadores”.
Pero la
sabiduría se ha acreditado por sus obras».
Comentario
El lenguaje
musical, junto con la teología, es el único que puede decir lo indecible; esto
es, son los únicos que pueden expresar el misterio. Especialmente, en el
momento en que las palabras conducen al silencio. La teología lo consigue justo
en el momento en que levantamos la vista del papel, porque ha logrado ponernos
frente a Dios. La música lo hace a través del ritmo y la melodía, cuando los
términos se han agotado y ya sólo escuchamos su el sonido que es ya no puede
traducirse con palabras humanas. Porque, con ello, nos lleva más allá de lo que
podíamos pensar, imaginar y expresar con conceptos. De ese modo, nos lleva a
alegrarnos o por encima de nuestras posibilidades, con una esperanza de lo que
está más allá de lo que podíamos verbalizar. Y por lo mismo, es capaz de
entristecernos más de lo que estábamos en disposición de permitirnos, también
porque porque nos permite esperar una respuesta a esa tristeza totalmente
inaudita: solo se atreve a llorar de verdad quien espera ser consolado.
Por eso Jesús
se compara a sí mismo y a Juan el Bautista con unos niños haciendo música; la
teología de ambos es música: «Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado;
hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado». El mensaje de conversión de
Juan debía llevarnos a llorar; esto es, a una desesperación total sobre la
propia capacidad de salvarnos a nosotros mismos, a un arrepentimiento total,
precisamente por la esperanza en la venida de un Dios misericordioso que nos
salve. Jesús mismo, con su vida alegre —«come y bebe»— debía conducirnos a la
espera de una alegría inaudita, a una felicidad insospechada, que es la vida
con Él.
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