Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Llamó a los que quiso para que
estuvieran con él
Viernes
de la 2ª semana del tiempo ordinario / Marcos 3, 13-19
Evangelio: Marcos 3, 13-19
En
aquel tiempo, Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él.
E
instituyo doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que
tuvieran autoridad para expulsar demonios:
Simón,
a quien puso de nombre Pedro, Santiago el de Zebedeo y Juan, el hermano de
Santiago, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir hijos del trueno,
Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el
de Caná y Judas Iscariote, el que lo entregó.
Comentario
En
esta ocasión, «Jesús subió al monte». Busca hoy un lugar elevado. Quiere mirar
desde lo alto la tierra. Una perspectiva demasiado horizontal impide ver más
allá del puro presente. Desde lo alto Dios es capaz de comprender toda la
historia. Y quizá por eso también todos los hombres busquen las montañas para
tratar de abarcar sus vidas con mayor alcance. Jesús imitó ese movimiento
humano para dejar que su lectura divina de la historia entre en el tejido de su
conciencia humana. «Quiso» escoger a los suyos. Lo hizo «para que estuvieran
con él», pero también en vistas al porvenir, «para enviarlos a predicar».
Entonces
«llamó a los que quiso y se fueron con él». Son esenciales ambas partes,
situadas desde un punto de vista histórico al mismo nivel. Por un lado, Jesús
«quiso»: es hermoso que se use aquí el pretérito imperfecto, mostrando el
aspecto inacabado de la voluntad de Jesús. De ese modo, aunque Jesús manda, su
mandato permanece abierto a la respuesta libre de los discípulos. Es por ello
que, por otro lado, ellos también quisieron, «y se fueron con él»: esta acción
puntual de los discípulos, también pretérito imperfecto en castellano (aoristo
en griego original). Son dos actos históricos imperfectos, que abren una
historia de libertad, de encuentros y desencuentros, que es la historia de la
Iglesia. Una historia imperfecta, todavía inacabada. La libertad real de ambas
partes —de Dios y de los hombres— resulta esencial. Y la libertad de una de
ellas no determina a la otra. Por eso la libertad divina se hace humana en
Jesús para escoger de forma inacabada a los hombres, y sostener así su libertad
de forma auténtica. El drama de las libertades en la historia de la Iglesia no
es una ficción, no es un juego de marionetas. Es muy real.
Y
Jesús escoge y vuelve a escoger, una y otra vez, a los hombres en la
imperfección de la finitud humana, desde cualquier lugar en el que le haya
situado su libertad: reabre así una y otra vez cada vida a la historia de
salvación. No determinan los pecados, no determinan las preferencias; «la
existencia está aún encantada para nosotros; miles de lugares son para nosotros
todavía inicio» (Rilke).
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