Vida Humana | Rosario Neuman Lorenzini*
Algunas consideraciones sobre la
tristeza
A más de uno le extrañará que en pleno auge del
transhumanismo aún no nos hayamos liberado de la
tristeza. Quizá esa vieja compañera de aventuras sea imprescindible para que no
nos acomodemos a este mundo y anhelemos aquel lugar donde ya no habrá lágrimas.
Son infinitas las imágenes que podemos evocar de escenas tristes en el arte y
en la vida real. Me viene a la cabeza la figura de Dido, la reina cartaginesa
del poema épico virgiliano, sumida en la desesperanza por el abandono tras la
marcha de su amado Eneas, magníficamente recreada en sonidos imperecederos por
el compositor inglés Henry Purcell. La tristeza no es, sin duda alguna, una
compañera deseable pero, inevitable en ocasiones, nos puede dar noticia de cómo
somos, al manifestar nuestra finitud y precariedad. Santo
Tomás la define como un tipo de dolor «interior» causado por la
presencia de un mal actual, pasado o futuro, o por la pérdida de algún bien
amado. Como pasión del alma que es, se da necesariamente acompañada de alguna
expresión fisiológica y no tiene una significación moral en sí, sino en cuanto
se somete al imperio de la razón y de la voluntad. Así, por ejemplo, si bien
nadie es culpable por padecer tristeza, sí, en cambio, puede serlo por no obrar
como es debido en razón de esta. La tristeza suele ser una pasión invalidante:
aletarga el caminar, entorpece el estudio, retrasa la decisión: es capaz de
teñirlo todo.
De entre los incontables ejemplos que de esto nos ha
regalado la literatura resultan significativos poemas como Al triste, en el que el argentino Jorge Luis Borges
contrapone las delicias de su mundo intelectual frente a la ausencia de la
persona amada, o el relato de las Confesiones de
san Agustín en el que narra la muerte de un amigo: «¡Con qué dolor se
entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un
suplicio, la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con
él se me volvía sin él crudelísimo suplicio».
En ambos textos se resalta esta imposibilidad de
disfrutar de lo que antaño nos arrebataba y de brindarle con ello sentido a la
existencia. La pérdida de una persona querida puede resultar especialmente
dolorosa, de modo muy especial y dramático si no se vive en la esperanza del
reencuentro definitivo. Ahora bien, en cuanto que es algo que padecemos, siempre
cabe la posibilidad de tomar distancia y valorar su verdad. Nuestra
interioridad no se reduce a nuestras pasiones, sino que estas han de ir siendo
integradas en la autenticidad de una vida personal. Por lo mismo, parte de la
educación de un niño pasará por ayudarlo a conocer y tener señorío sobre su
vida emotiva. No se trata, obviamente, de anular todo contenido emocional, sino
de que nuestros actos sigan el imperio de la razón y la voluntad, para que las
emociones se terminen adecuando a lo que somos. Así, mientras que el dolor del
prójimo puede provocar la tristeza del misericordioso, su bien también puede
despertar la del envidioso. Las tristezas son partes de esta vida y si el
corazón se encuentra rectamente ordenado, serán ocasión de crecer en el amor.
Por lo pronto, el que no ha conocido la tristeza, difícilmente sabrá acompañar
al que la sufre. Debemos ir conduciéndonos para que nuestras emociones sean una
ayuda y no un impedimento en orden a la consecución de nuestro fin.
Resulta recomendable considerar los remedios contra la
tristeza propuestos por santo Tomás en la Suma teológica: el sueño, los baños calientes, estar con los amigos
y contemplar la Verdad. Las dos primeras restablecen la integridad corporal,
causando lo que el Aquinate denomina deleite. En el caso del amigo, su
contristamiento no solo ayuda a hacer la carga más ligera, sino que el saberse
amado es ocasión de gozo y, por tanto, da consuelo. Las tristezas vividas en
soledad, en cambio, se hacen doblemente amargas. En un sentido similar, la
contemplación de la Verdad conlleva consuelo, por cuanto nada hay más
deleitable en esta vida que su conocimiento. En su consideración, el que está
triste puede regocijarse en el Bien, fundamento de todo, y reavivar la
esperanza del gozo definitivo. La promesa de que toda lágrima será enjugada y
que el mal no tiene la última palabra puede ayudarnos a soportar con paciencia
las tristezas de este mundo.
*Profesora
de la Facultad de Filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso
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