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20 de agosto: san Bernardo, abad y
doctor de la Iglesia
Este hombre es un ciclón y un
contemplativo. Parece como si los dos polos se hubieran dado cita en su grado
máximo para estar presentes en la misma persona, que a veces se ve envuelta en
torbellinos de agitación y, en otras ocasiones, casi sin solución de
continuidad, arrebatado por embelesos de la más alta mística. Todo se encuentra
en él en extraña y simpática mezcolanza: es soldado y asceta, político y
director de almas, guerrero y apóstol, fundador de monasterios y pescador de
vocaciones, místico y mediador de conflictos entre príncipes. Supo conjugar su
condición de fraile pío, devoto, recogido y ensimismado en el amor con la de
consultor de nobles, obispos y papas. Asiste a concilios, disputa con los
herejes y predica la Cruzada; pero supo sacar tiempo para ser también prolífico
escritor y predicador de Jesús y de su Madre, Santa María, amados con
arrobamientos.
Es un borgoñón nacido en Dijon,
cerca de la llamada Suiza francesa. Hijo de Tescelin y Aleta, que tuvieron
siete hijos. El padre es oficial del duque de Borgoña y la madre está dentro de
la parentela del duque. Por orden descendente, Bernardo hace el número tres. La
madre murió pronto.
Hacía poco que Roberto de Molesme
había fundado el monasterio del Cister. Bernardo quiere hacerse uno de sus
monjes, pero tropieza con la general oposición familiar que las mismas
amistades apoyan, cerrando filas. La sorpresa fue mayúscula al llegar a convencerlos
a varios para que le acompañasen en la decisión de entrega y son en número de
treinta los que van con él a pedir el hábito al abad, al que poco le faltó para
el desmayo, porque, en los catorce años de fundación, se mantenían los mismos
veintiuno que comenzaron sin que se hubiera aumentado ni siquiera una unidad.
A los dos años de monje, le nombran
abad de Claraval, teniendo solo veinticinco años. Es tiempo de abundantes
herejías y de desaliento en la Iglesia. Tuvo que intervenir con firmeza y
empleando todos los recursos de la dialéctica; pero mostró siempre talante
conciliador, dejando puerta abierta y mano tendida al adversario para facilitar
la reconciliación, como se vio en la lucha casera entre los cluniacenses
(monjes negros) y los cistercienses (monjes blancos).
En el concilio de Estampes,
intervino con ocasión del cismático y enojoso asunto del antipapa Anacleto II
(Pedro Petri Leonis), apoyado por el duque de Aquitania y Roger de Sicilia,
contra el papa legítimo, y logrando que el antipapa se arrodillase y pidiese
perdón al verdadero sucesor de Pedro, Inocencio II. Pero esta actitud reverente
con el papado no impidió que, con santa libertad, censurara personalmente al
papa Honorio por haberse dejado engañar por los diplomáticos franceses,
poniendo en peligro a la Iglesia.
Sacó a la luz errores teológicos y
demostró con fulminante dialéctica, en el concilio de Sens, diecisiete
proposiciones heréticas de Abelardo, que era el teólogo de moda, sobre la
Trinidad; pero lo hizo sin humillar.
Ya cansado, y esperando el fin de
su vida, le llega otro encargo que convierte en aventura, desplegando una
actividad prodigiosa. Tiene ya cincuenta y seis años, pero el papa Eugenio III
–llamado también Bernardo– le encarga predicar la segunda cruzada para liberar
los Santos Lugares del poder musulmán. Toca a asamblea y reúne en Vécelay al
rey de Francia, prelados y caballeros, nobles de todas partes y gente del
pueblo; enciende y convence a Francia, Alemania y Flandes; manda emisarios a
España, Italia, Hungría y Polonia. Mucho movió para obtener con la pelea unos
resultados desastrosos.
Igual que en su juventud se arrojó
con decisión impetuosa a un estanque helado para apagar la tentación, puso
idéntica fuerza y empeño en la atención y cuidado de pobres, enfermos y
menesterosos, atribuyéndose a su intervención diversos milagros de curaciones.
Fue la piedad el motor de toda su
actividad, pasando al recogimiento del monje más observante a continuación del
ajetreo más desenfrenado. No fueron dos vidas las de Bernardo, sino una sola y
plena de amor a la Humanidad Santísima de Jesucristo –síntesis y expresión del
amor de Dios al hombre– y a la Santísima Virgen –Madre de Dios y de los
hombres–; ante cuya contemplación se encontraba, a pesar de su ciencia, como
con un balbuceo embelesante.
En la celebración de su octavo
centenario, el 24 de mayo de 1953, el papa Pío XII publica la encíclica Doctor Mellifluus, afirmando de la enseñanza de
Bernardo que «Jesús es miel en los labios, melodía en los oídos y júbilo en el
corazón». De María, desarrolla su papel medianero, afirmando que «nada quiso
darnos el Señor que no viniera por manos de María», sentando premisas que no
podrá desatender la mariología posterior, y condensando para la piedad de los
fieles el contenido de la oración Memorare o Acordaos que ya rezaron nuestros
bisabuelos.
La producción teológica del Doctor
Bernardo no cabe en el espacio que me queda; baste como muestra de sus escritos
apologéticos, Apología; de los teológicos, La Gracia y el
libre albedrío; ascéticos, Los doce grados de humildad y del orgullo; místicos,
Comentarios sobre el Cantar de los Cantares, y los Sermones en las fiestas de
la Presentación, Anunciación y Asunción o sobre Las doce prerrogativas de la Virgen María.
El pintor sevillano Murillo
(1517-1682) y su contemporáneo asturiano Juan Carreño de Miranda (1614-1685),
Goya (1746-1828) y otros inmortalizaron en sus lienzos a Bernardo, expresando
con pinceles los éxtasis místicos que la sola palabra es incapaz de expresar.
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