Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
La Corrección Fraterna
La
corrección fraterna es un acto de amor y responsabilidad cristiana que consiste
en ayudar a un hermano o hermana en la fe a reconocer y enmendar sus errores, con el fin
de preservar la unidad de la comunidad y promover la salvación personal. No se
trata de juzgar o condenar, sino de restaurar con humildad y misericordia, tal
como nos enseña la Sagrada Escritura. Esta práctica, arraigada en el Antiguo y
Nuevo Testamento, nos invita a actuar como guardianes mutuos en el camino de la
fe, evitando el odio silencioso y fomentando el diálogo constructivo.
Uno
de los textos fundamentales es Levítico 19, 7: “No odiarás a tu
hermano en tu corazón: deberás reprenderlo convenientemente, para no cargar con
un pecado a causa de él”. Aquí, Dios nos advierte contra el rencor interno,
instándonos a reprender abiertamente para no compartir la culpa del otro. Esta
norma veterotestamentaria resuena en el Salmo 141, 5, donde el justo
pide ser corregido como un acto de amistad: “Que el justo me golpee como
amigo y me corrija, pero que el óleo del malvado no perfume mi cabeza”. La
corrección se presenta como un bálsamo que protege del mal, siempre que se haga
con rectitud.
En
el Nuevo Testamento, Jesús profundiza esta enseñanza en Mateo 18, 15-16: “Si tu
hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu
hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se
decida por la declaración de dos o tres testigos”. Cristo establece un
proceso gradual: primero, el diálogo personal y discreto; luego, la mediación
comunitaria; y si es necesario, la intervención eclesial. Este método prioriza
la privacidad para evitar la humillación y busca la reconciliación, no la exclusión.
Similarmente, en Lucas 17, 3-4, Jesús insiste: “Si tu hermano peca,
repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra
ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, perdónalo”. La
corrección va unida al perdón ilimitado, recordándonos que la misericordia debe
prevalecer.
San
Pablo, en Gálatas 6, 1, añade un tono de dulzura: “Hermanos, si
alguien es sorprendido en alguna falta, ustedes, los que están animados por el
Espíritu, corríjanlo con dulzura. Piensa que tú también puedes ser tentado”.
La corrección no es para los perfectos, sino para los humildes que reconocen su
propia fragilidad. Esto se complementa con 2 Timoteo 2, 24-25: “El que sirve al
Señor no debe tomar parte en querellas. Por el contrario, tiene que ser amable
con todos, apto para enseñar y paciente en las pruebas. Debe reprender con
dulzura a los adversarios”. La paciencia y la amabilidad son clave, ya que Dios
puede usar nuestra intervención para llevar al otro a la conversión.
En
la reflexión personal, la corrección fraterna nos desafía en una
sociedad individualista donde el “vive y deja vivir” a menudo encubre la
indiferencia. Sin embargo, como advierte Mateo 7, 1-5, debemos primero “sacar
la viga de nuestro ojo” para no caer en hipocresía. Aplicarla hoy implica
discernir el momento oportuno, orar por guía del Espíritu Santo y actuar con
empatía, recordando que el objetivo es salvar almas, como en Santiago 5, 19-20:
“Hermanos míos, si uno de ustedes se aparta de la verdad, y alguien lo hace
volver, sepan que quien hace volver a un pecador del mal camino, salvará su
alma de la muerte y cubrirá una multitud de pecados”.
En
conclusión, la corrección fraterna fortalece la comunión eclesial y nos
hace partícipes de la redención mutua. Practicarla con fidelidad bíblica nos
transforma en instrumentos de la gracia divina, promoviendo una Iglesia viva y
misericordiosa. Que el Señor nos conceda el coraje y la ternura para vivir esta
virtud esencial.
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