Nuestra Fe | P. Ciprián Hilario, msc
Vivir en vigilancia y esperanza
(Domingo
30 de noviembre | Primer Domingo de Adviento – Ciclo A)
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy
comienza el Adviento. No es simplemente el “pre-Navidad” con luces y
compras. Es un tiempo nuevo que la Iglesia nos regala para despertarnos.
Las lecturas de este primer domingo nos hablan con una sola voz: ¡Despierten!
¡Levántense! ¡El Señor viene!
Isaías
nos regala una de las visiones más hermosas de toda la Biblia (Is 2,1-5). Ve a todos
los pueblos subiendo al monte del Señor, arrojando las espadas para
convertirlas en arados, las lanzas en podaderas. «Ya no alzará la espada
pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra». ¿No es esto lo
que más anhelamos hoy, cuando las noticias nos hablan de guerras en Ucrania, en
Oriente Medio, de violencia en nuestras calles y hasta en nuestras familias?
Pero
Isaías no está describiendo un futuro lejano e imposible. Está
hablando del tiempo que comienza con la venida del Mesías. Jesús es esa
«palabra que sale de Jerusalén». Él es la luz que ya brilla y hacia la
que debemos caminar. Por eso el profeta termina con una orden urgente: «Venid,
casa de Jacob, caminemos a la luz del Señor».
El
Salmo 121 nos pone en actitud de peregrinos: «¡Qué alegría cuando me
dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!». El Adviento es precisamente ese
camino. Subimos alegres porque sabemos que el Señor nos guarda en la salida y
en la entrada, ahora y para siempre.
San
Pablo, en la carta a los Romanos (13,11-14), nos sacude con palabras
que suenan como despertador a medianoche: «Es hora de despertaros del sueño…
La noche está avanzada, el día se echa encima». ¿Qué noche es esa? La noche
de nuestra distracción, de nuestro pecado, de nuestra mediocridad espiritual.
Pablo enumera las obras de las tinieblas: orgías, borracheras, lujurias,
rivalidades, envidias… No hace falta ir muy lejos: basta abrir el móvil,
encender la tele o mirar dentro de nuestro corazón.
Y
nos da la receta más sencilla y más exigente: «Revestíos del Señor
Jesucristo». No dice «piensen un poco más en Jesús», ni «haced algún
propósito bonito». Dice: revestíos, cubríos enteros de Él, como quien se pone
un traje de buzo antes de sumergirse en aguas peligrosas. Solo así podremos
vivir despiertos en medio de un mundo que duerme.
Finalmente,
el Evangelio (Mt 24,37-44) nos trae la imagen fuerte del diluvio.
Mientras la gente comía, bebía, se casaba… llegó Noé y se cerró la puerta. Dos
estarán en el campo: uno será tomado, otro dejado. Dos mujeres moliendo:
una será tomada, otra dejada. Jesús no está asustándonos por asustar. Nos está
diciendo algo muy serio: la vida sigue su curso normal… hasta que de pronto ya
no es normal. El Señor viene. Y viene cuando menos lo esperamos.
Pero
fíjense en un detalle precioso: Jesús no dice «temed», dice «estad en vela».
La vigilancia cristiana no es miedo, es amor. El que espera a alguien a
quien ama no puede dormir. La novia que aguarda al novio se arregla, se pone
guapa, mira por la ventana. Así debemos esperar nosotros al Señor.
Vivir
en vigilancia y esperanza significa, por tanto, tres cosas muy concretas este
Adviento:
1.-Despertar
cada mañana con la certeza de que este puede ser el día del Señor. No para
vivir angustiados, sino para vivir intensamente. ¿Qué harías hoy diferente si
supieras que esta noche viene Cristo?
2.-
Convertir nuestras espadas en arados. ¿Qué armas llevo yo
todavía en el corazón? Rencores, críticas, pereza espiritual, adicciones
pequeñas o grandes… El Adviento es tiempo de dejarlas en el confesionario y en
la oración para que el Señor las funda y haga de ellas herramientas de paz.
3.-
Caminar a la luz. Encender cada día una pequeña luz: un rato más
de oración, un gesto de caridad que nadie esperaba, perdonar de verdad a quien
me hirió, acercarme a Misa entre semana, leer despacio el Evangelio del día…
Pequeñas lámparas que, unidas a las de tantos hermanos, iluminan el mundo.
Hermanos,
el Adviento no es un tiempo gris de espera. Es un tiempo violeta de esperanza
activa. El Señor ya viene. No viene a condenar al mundo, sino a salvarlo. Viene
a hacer nuevas todas las cosas.
Que
María, la mujer siempre despierta, la que «meditaba todas estas cosas en su
corazón», nos enseñe a vivir vigilantes y alegres.
¡Ven,
Señor Jesús! Y mientras vienes, ayúdanos a vivir ya como hombres y mujeres
de la luz. Amén.
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