Para vivir mejor | Dra. Miguelina
Justo
Los sabios de
Oriente
Los tres reyes magos ni eran tres, si
eran reyes ni eran exactamente magos. El relato de Mateo, que aparece en
el capítulo 2 de su evangelio, fue progresivamente enriqueciéndose y adornándose
con detalles que podrían parecer inherentes al relato bíblico, pero que están
lejos de serlo. El evangelista no nos indica cuántos eran los sabios que habían
llegado del Oriente. Tampoco los nombra, y mucho menos los señala como reyes.
Los elementos que se fueron agregando pueden indicar cómo este breve relato
resonó en el corazón de los pueblos que antes lo leyeron, y terminó tomando
vida propia, para iluminar aún no la vida.
Es importante destacar que Mateo es el
único de los evangelistas que habla sobre la llegada de estos extranjeros, a
quienes se les llamará magos o sabios, según la traducción. Se podría suponer
que eran estudiosos de la astronomía, porque afirmaban que una estrella les
había guiado. El evangelista señala que cuando llegaron a Jerusalén,
comenzaron a preguntar dónde podrían encontrar al rey de los judíos, que recién
había nacido. Decían que querían adorarlo. Mateo asegura que el entonces rey de
Judá, Herodes, y toda Jerusalén se perturbaron al escucharlos. El soberano
reunió, entonces, a los sumos sacerdotes y a los escribas para determinar dónde
habría de nacer el Mesías. Estos le aseguraron que, de acuerdo a las
Escrituras, sería en Belén. A seguidas, Herodes precisó con los sabios la fecha
en la cual habían visto la estrella, para luego pedirles que le dejaran saber cuándo
encontraran al niño para también irle a adorar.
Regresaron a su tierra con el corazón aún enternecido por el encuentro, ricos de anécdotas. ¡Cuán hermosos los rostros de alegría de quienes les aguardaban con ansias!
Los sabios hombres, después de dejar
la casa de Herodes, continuaron su camino, guiados por la estrella que iba
delante de ellos, afirma Mateo. Se detuvieron cuando la estrella así lo
hizo. Brillaba el astro sobre el lugar donde estaba Jesús, a quien
encontraron junto a madre. Se arrodillaron para adorarle y le entregaron
tres regalos: oro, incienso y mirra, quizás por eso se llegó a pensar que eran
tres los viajantes. Mateo afirma que, en sueños, fueron instruidos de
evitar a Herodes, por lo que regresaron a su país por otro camino. Lo que
se relata después, en el versículo 16, permite entender por qué: "Herodes
se enojó muchísimo cuando se dio cuenta que los Magos lo habían engañado, y
fijándose en la fecha que ellos le habían dicho, ordenó matar a todos los niños
menores de dos años que había en Belén y sus alrededores." Herodes
quería eliminar al niño.
Como ya se dijo, al examinar el relato
es fácil identificar que no existen evidencias en el mismo para afirmar que
eran tres, tampoco para asegurar que sus nombres eran Melchor, Gaspar y
Baltasar; mucho menos se puede decir que eran reyes o artistas de la ilusión,
como se podría entender la palabra “mago” hoy día. Sin embargo, nada de esto
parece importar frente a la contundencia del hecho fundamental de este relato:
unos hombres salen de su tierra, de su casa, al encuentro de algo, de alguien,
que les trasciende. El estudio les permite descubrir los signos y señales que
motivan esta travesía.
Estos hombres hallaron en el cielo una
señal que les hizo recorrer caminos maltrechos y enfrentar peligros, sin duda.
Contemplaron el resplandor de una estrella, la cual iluminó la promesa que
habían leído en textos extranjeros: un rey habría de nacer, justo y
misericordioso. Fueron capaces de reconocer a este salvador en el hijo de
María y de José, y procuraron honrarlo con valiosos regalos. Regresaron a
su tierra con el corazón aún enternecido por el encuentro, ricos de anécdotas.
¡Cuán hermosos los rostros de alegría de quienes les aguardaban con ansias!
¡Cuán sorprendidos habrán quedado aquellos que dudaron de su empresa! ¡Cuántas
noches se llenaron con las historias de estas experiencias a su regreso!
El estudio fue el vehículo que les
permitió hallar una razón para emprender un viaje sin garantías, más allá del
fuego que brillaba en el cielo y que también ardía en sus corazones. Muchos
hombres y mujeres nacen, viven y mueren sin contemplar este resplandor. Sus ojos
miran, con demasiada frecuencia hacia sí mismos, hacia lo suyo, hacia lo que
creen conocer. No son capaces de abrirse a la verdad que también florece en
tierras por explorar. Le temen a la noche, al viaje, han caído en la trampa de
la comodidad de lo conocido. Confunden la riqueza con la ostentación. Sus ojos
se dejan guiar por otras luces, que les conducen a viajes estáticos, donde no
hay espacio ni tiempo para lo nuevo que se oculta detrás del esfuerzo.
Ojalá todos y cada uno podamos
encontrar una luz en el cielo que nos guíe. La oferta de bienes, que no lo son,
parece solo movilizar nuestros dedos, que suben y bajan al ritmo del consumo.
La motivación es cada vez un lujo, porque el esfuerzo y la determinación
parecen escasear en nuestros adentros.
Ojalá que podamos hallar una promesa
que nos haga salir de la tierra de nuestros padres, y que seamos capaces de
reconocerla escrita en las palabras “extranjeras” que otros pronuncian. El
mundo que se abre, gracias a la tecnología de la comunicación, parece cerrarse,
a la vez, por nacionalismos absurdos. El otro es una amenaza y no una
fuente de verdad.
Ojalá que, cuando lleguemos al
destino, podamos reconocer lo que buscamos, en la humildad de una morada
sencilla, donde el compartir es el verdadero regalo. Regresaremos a casa
renovamos, cansados por el largo viaje, claro, pero satisfechos de haber
descubierto la razón de nuestra esperanza. Esa que nos hace regresar con
las manos vacías, porque habremos entregado todo lo que teníamos valioso: el
oro, el incienso y la mirra, para hacer espacio en la alforja del corazón para
algo que vende ni se compra. ADH 851
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