La
Familia | P. Alfredo de la Cruz Baldera
Familias y buenas vocaciones
Las
buenas vocaciones crecen también en aquellas familias donde los padres asumen
como su responsabilidad amarse y respetarse durante toda la vida. Este
compromiso, asumido en plena libertad, debe transparentarse en la vida diaria
como reflejo mismo del matrimonio entre Cristo y su Iglesia (Ef. 5, 25). Los
hijos deben llegar a expresar exultante de gozo, aquella frase expresada por
los no creyentes al ver el sentido de amor y caridad de los primeros cristianos
“¡miren como se aman!” (Tertuliano). Viendo el amor entre los padres, los hijos
aprenden a amar.
El
amor entre esposos llama e invita a la vida. Es un amor que engendra la vida
para la vida. Los hijos son el fruto agradable de la unión matrimonial entre un
hombre y una mujer. Esta unión emana desde el principio de la creación (Ge. 9,
7). Sin esta unión amorosa el llamado de Dios al servicio consagrado no
encontrará la tierra fecunda donde lanzar la semilla vocacional. El acto
conyugal no es simplemente una unión física, sino más bien el modo por el cual
la persona “se realiza de modo verdaderamente humano” (Familiaris Consortio,
12). El amor entre los esposos se transmite hacia los hijos, y a su vez este
fluye hacia el amor entre hermanos.
La fraternidad motiva el deseo de vivir tanto la vocación matrimonial, como el de la vida consagrada
Y
¿qué decir del amor fraternal en el crecimiento de las vocaciones? Un clima de
amor fraterno es el pie de amigo que necesita el joven llamado. Es conocido que
el joven o la joven que vive en un ambiente fraternal crece con una afectividad
sana y segura. Los hermanos bridan con su apoyo el espacio para compartir
tristezas y alegrías, dudas y esperanzas. La fraternidad motiva el deseo de
vivir tanto la vocación matrimonial, como el de la vida consagrada. Se cultiva
el sabor de la convivencia fraternal, el cual, a su vez hace crecer la visión
de una vida consagrada a los demás por amor. En el seno de la familia se
expresa uno de los amores más puros: el de los hermanos, llegando incluso a
convertirse en el modelo de amor al prójimo. Jesús mismo usó en muchas
ocasiones la comparación del amor fraterno con el amor a Dios y lo hizo
realidad convirtiendo dicho amor en amor hacia la comunidad. Jesús convierte en
el amor en la única razón de perder la vida: “Nadie tiene un amor mayor que
éste: que uno dé su vida por sus amigos (Jn 15, 13) y el fruto de esa entrega
es la vida eterna (Jn 12, 24).
La
familia como núcleo de vida y amor renueva en su día a día el compromiso del
amor y la vida. Los padres engendran vida y ellos mismos van muriendo cada día
por sus hijos y éstos a su vez, continúan dicha entrega desinteresada, ya sea
al reino de Dios a través de la Iglesia viviendo la virginidad o el matrimonio
(Familiaris Consortio, 11).
Tercera
y última entrega de un artículo más extenso del autor, publicado en el
semanario católico Camino (Diciembre 2020).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...