Cotidianidades | P. Eulide García, MSC
Una
historia con olor a trasnochada
Cuenta la
historia, que muere un señor y sus familiares lo están velando en una funeraria
y su ex esposa decide ir con uno de los hijos (por cierto el más pequeño). El
matrimonio de esa señora con el difunto esposo no fue una relación amorosa,
sino que fue todo lo contrario, hasta el extremo de tener que divorciarse; la
señora no aguantó los maltratos de su esposo, el asunto es que cuando ella llegó
a la funeraria ya el sacerdote iba en plena homilía, ella sigilosamente se sentó
en un banco de la parte atrás. El sacerdote estaba extasiado hablando de aquel
“buen hombre, buen esposo, buen padre, en fin, todo un santo varón”. La señora
al escuchar aquellas palabras le dijo a su hijo: “Acércate al ataúd y observa
bien si ese que están velando es el que era tu padre, porque creo que nos
equivocamos de capilla y de muerto…”.
Y cuanto más segura es la esperanza, más fuerte es la alegría. El purgatorio no es un lugar de pena, sino de alegría por el bien cercano
Parece un poco extraño el título de
este artículo, que precisamente intitulo: Un tema con olor a trasnochado.
¿Por qué ese título? Porque pienso hablar de un término que muchas personas
creen que escribir de él es desfase: el purgatorio, suena a inexistente, anticuado;
muestra de esto es que, cuando alguien muere tendemos a decir, “pasó a la casa
del padre, está junto al padre, partió a la patria celestial”. En fin, partimos
de la subida inmediata del difunto al cielo y ni por la mente pasa si el ser
querido debe purgar su condición pecadora, allí en el purgatorio, estado donde
se purifica el alma. Damos por hecho que basta morir para entrar en ese estado
de gozo eterno.
Alcanzar
la santidad
Nadie es tan bueno que no haya caído en
pecado y nadie es tan malo que no haya hecho alguna obra de misericordia. Partiendo
de esta premisa, todo ser humano debe despojarse de las huellas del pecado en
su vida, camino de peregrinaje al encuentro definitivo con el padre. Bien lo
dice la sagrada escritura, especialmente en el Nuevo Testamento: el cielo se
gana cargando la cruz de cada día y la fidelidad hacia Cristo. Compartiendo los
sufrimientos y las alegrías con el Cristo amoroso que lo dio todo por todos, y trabajando
por el Reino, en el compromiso de la vida cristiana, la vivencia de los
sacramentos y sobre todo las prácticas de las obras de misericordia, como nos
dice san Mateo en su Evangelio: “… tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y
me dieron de beber, desnudo y me vistieron, forastero y me acogieron, enfermo y
en la cárcel y me fueron a ver” (Mt 25, 31ss). Como vemos, la salvación no
dependerá de una misa de cuerpo presente o una unción de los enfermos, actos de
fe en comunión y solidaridad con nuestros difuntos. Sí estamos consciente que
la última palabra la tiene Dios, Señor de la Misericordia. Pero la condenación,
si se realiza, sería consecuencia de nuestro rechazo al amor y no de parte de
Dios.
Para nosotros los curas de almas es
delicado hablarle a un doliente, en una homilía de cuerpo presente de un ser
querido, sobre la posibilidad de la condena, pues en definitiva su salvación
viene de Dios y nos toca consolar, acompañar y fortalecer a quienes atraviesan
el momento de duelo. Pero en la vivencia de la fe cotidiana, no olvidemos el
lenguaje del evangelio: “… habrá un juicio de salvación para aquellos que
obraron rectamente y un juicio de condenación para los que no aceptaron a
Cristo en su corazón”.
Ilumina mucho este texto del teólogo
dominico Martin Gelabert Ballester: “El purgatorio es la antesala del cielo. Y por eso
hay que concebirlo, ante todo, en categorías de esperanza. Porque el que está
en la antesala, sabe que le queda muy poco para entrar en la sala; más aún,
sabe que la entrada en la sala es segura. Y cuanto más segura es la esperanza,
más fuerte es la alegría. El purgatorio no es un lugar de pena, sino de alegría
por el bien cercano”. ADH 852.
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