Cultura | Xavier Carbonell/Corresponsal de SIGNIS
El oficio de contar (I)
Cuando nos enfrentamos por primera vez a un texto
—cada uno es distinto y especial— aparece ante nosotros una multiplicidad
extraordinaria de preguntas. De entre todas, propongo que les prestemos
atención a las siguientes: ¿quién cuenta la historia?; ¿cómo se manejan el
tiempo y el espacio en ella?; ¿qué son los personajes?; ¿es clasificable en
algún género?; y ¿cómo nos ayuda el contexto a entender el texto? Desde luego,
ante cada obra las preguntas o su prioridad serán distintas, porque cada texto
encapsula un mundo único.
En los artículos que componen El oficio de contar
quisiera referirme a las grandes preguntas que plantean las historias. Y aunque
la mayoría de ellos utilizan ejemplos de la literatura de ficción, los
principios que rigen a un relato, tenga o no su referente en la vida real, son
universales. Intentaré, sobre todo, sintetizar y transmitir mi experiencia como
lector —¿cómo he leído estos textos, qué problemas me han presentado?—, sin
abrumar a nadie con citas o dolores teóricos de cabeza. El relato de esa
experiencia, mi historia personal como lector, es en realidad lo más valioso
que puedo compartir con ustedes.
***
En una biblioteca imaginaria, compuesta de
laberintos hexagonales, un lector recorre cada estantería buscando un libro
cuyas palabras tengan sentido. Muy lejos de ahí, una mujer narra una infinita
cadena de relatos, para que su marido —un sanguinario sultán— le perdone la
vida. Antes de que todo eso sucediera, a un héroe griego se le dio a escoger
una vida larga y sin fama, o una muerte rápida, tan gloriosa que todos tendrían
que hablar y escribir sobre él, y su memoria sobreviviría a través de los
siglos.
Si hay entre ustedes algún lector inquieto, habrá
reconocido a estos personajes: el héroe griego es Aquiles, muerto en Troya hace
más de tres mil años y cuya historia cuenta la Ilíada; la mujer que narra es
Scherezada, que teje sin descanso Las mil y una noches; y el hombre que inventó
la biblioteca hexagonal es Jorge Luis Borges, el escritor argentino que cambió
nuestro modo de entender la literatura.
Lo que tienen en común todas estas imágenes es
cómo llevan al extremo la relación entre la vida y la literatura, cómo exploran
el vínculo de las palabras con la muerte, la memoria y el sentido.
Y es que, precisamente, la escritura tiene mucho
que ver con estos elementos: Scherezada narra para sobrevivir; Aquiles lucha
porque se conserve la memoria de su existencia y el lector de la biblioteca de
Borges busca un libro, entre muchos, que tenga significado —al igual que
nosotros buscamos sentido en la existencia.
En otro cuento de Borges, «Las ruinas circulares»,
el protagonista descubre que es el sueño o la ficción de otro hombre. Al leer,
se nos despierta una duda antigua: ¿y si nuestra vida es en realidad la
historia que otro cuenta, una historia en la que estamos tan inmersos que hemos
olvidado preguntarnos si es real? Apartemos por un momento nuestra cabeza de
estos temblores metafísicos.
Al fin y al cabo, si no somos reales, por lo menos
los libros lo son; si nuestra vida es una ficción, que sea una ficción
entretenida.
Parece ser que el hombre, temeroso de que se
pierda el recuerdo de su paso por la vida, buscó desde siempre medios para
dejar su huella. Las historias fueron una de las maneras más antiguas de ganar
esa inmortalidad, y se encarnaron en la voz, luego en formas y pinturas, y más
tarde en la escritura sobre distintas superficies hasta llegar al libro y, hoy
día, a la pantalla de nuestros dispositivos.
Fue un viaje largo, pero qué otra opción teníamos.
En el Antiguo Egipto, el dios de los escribas, Toth, promete al faraón que la
escritura acabará con los problemas de la memoria. Los antiguos, que eran gente
desconfiada, sabían que lo que estaba fuera de la cabeza podía desaparecer en
un robo o en un incendio —como los que exterminaron, siglos después, la famosa
Biblioteca de Alejandría, en la propia costa egipcia—; de modo que su respuesta
al dios fue lapidaria: «la escritura no nos da las cosas, sino la sombra de las
cosas».
Sin embargo, la escritura prevaleció, desde los
antiguos alfabetos fenicio y hebreo, hasta los caracteres griegos y latinos,
que son la base de las grafías del mundo occidental. La escritura se convirtió
entonces —a pesar del faraón— en la única y verdadera máquina del tiempo.
Publicado en:
http://www.signis.net/noticias/cultura/22-03-2021/el-oficio-de-contar-i
Imagen: Unsplash/Laura Kapfer
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