Rincón de la Palabra | P. José Israel Cruz Escarramán
El don de Piedad
La reflexión sobre
los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la
piedad. Mediante éste, el Espíritu Santo sana nuestro corazón de todo tipo de dureza
y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos. La ternura, como
actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración.
Este don no se
identifica con tener compasión de alguien, o tener piedad del prójimo, pero
indica nuestra pertenencia a Dios y nuestra relación profunda con Él. Es una
relación que viene desde adentro. Es una relación que nos la dona Jesús, una
amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo y de alegría.
El don de la
piedad orienta y alimenta la exigencia que tiene la persona de saciar la propia
pobreza existencial, el vacío que las cosas terrenas dejan en el alma,
recurriendo a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. En este sentido nos
dice San Pablo: “Envió Dios a su Hijo… para que recibiéramos la filiación
adoptiva. La prueba de que son hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no
eres esclavo, sino hijo…” (Ga 4,4-7; cf. Rm 8,15).
Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos
Cuando hablamos de
piedad en el trato con Dios queremos acentuar el espíritu de devoción, de
cariño filial, en definitiva, que debe fomentarse en la oración y demás
prácticas cristianas; evitando así, el mero formalismo, la rutina. Piedad, es
sinónimo de auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de
aquella capacidad de rezarle con amor y simplicidad que es proprio de las
personas humildes de corazón.
Si el don de la
piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con Dios y nos lleva a
vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a manifestar este amor
también sobre los otros y a reconocerlos como hermanos.
Lo más profundo y
valioso de la piedad cristiana no se explica sin la intervención del don de
piedad; pues solo el Espíritu de Amor, fruto de la relación Trinitaria y de un
trato paterno-filial entre Dios Padre y Dios Hijo, puede enseñarnos los
secretos de esa intimidad amorosa divina, y darnos el amor para amar realmente
a Dios como Él nos ama y merece ser amado; y el don de piedad, que el mismo
Espíritu divino nos da, es la disposición necesaria para que seamos capaces de
comprender y valorar ese amor, aplicarlo de hecho a nuestra vida cristiana, e
incluso para ser capaces de manifestar al Señor nuestro amor.
A través de este
don seremos capaces de alegrarnos con quien está en la alegría, de llorar con
quien llora, de estar cerca de quien está solo y angustiado, de corregir a
quien está en el error, de consolar a quien está afligido, de acoger y socorrer
a quien está en la necesidad.
En todas las
variadas formas de la oración cristiana el Espíritu Santo nos asiste a través
del don de piedad, como nos enseña el Catecismo: “El Espíritu Santo, cuya
unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración
cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay
tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que
actúa en todos y con todos” (CEC n. 2672).
Pidamos que se nos
otorgue el don de piedad para que aprendamos a reconocer, acoger y recibir el
amor de Dios en nosotros, para así manifestar a Dios mismo y a los demás
nuestro amor. ADH 851.
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