Mujer Iglesia Mundo | Laura
Invernizzi
Con los ojos de Sara
Cuando Abraham dejó Ur para ir a la tierra de Canaán
no estaba solo. A su lado estaba una mujer hermosa de fuera del clan. Desde las
páginas bíblicas que nos la presentan, la historia de Sara parece reflejarse en
las vivencias de muchas mujeres de hoy, historias cuajadas de silencios,
pasiones, esperanzas, frustraciones, proyectos y engaños.
En el viaje de Sara no hay lugar para el orgullo por
haber sido elegida. Introducida en la familia de Abraham, pronto se ve envuelta
en un sistema de relaciones opresivas marcadas por el narcisismo de su suegro.
Una muestra de esta situación la encontramos en el
mismo nombre que le da la familia. No la llaman “Sara”, la “princesa”, sino
“Sarai”. La “i” final indica el posesivo “mía”. Esta señal de posesión le
arrebata la dignidad y la capacidad de reaccionar. No solo oprime su existencia
como mujer, sino también la de su marido. Sin embargo, éste asume esta forma de
relacionarse hasta hacerla suya y reproducirla. Sara la padece hasta que los
dolores del alma se manifiestan en el cuerpo y se vuelve estéril.
Es una tragedia. La de Sara es la tragedia de muchas
mujeres que en el principio viven tranquilamente, con la esperanza de que lo
que intuyen no sea cierto, sin creer que les pueda estar sucediendo. En esa
ilusión quizás son capaces de hallar la propia realización en otra parte ante
la incomprensión del hombre que camina a su lado y que acaba tratándola como a
una hermana. Sara es amada, sí, pero no deseada. Sara, una presencia larga y
silenciosa junto a su esposo, sigue su mismo camino acumulando ira y
frustración. Sara le permite decidir por ella y sobre ella hasta el punto de
que, a cambio de bienes y seguridad, la cede al harén del faraón. Ella no puede
más y estalla después de muchos años herida en su dignidad y usada, años en que
no se siente mujer. Sin hijos y sin futuro, ¿cómo puede reconstruir su vida? En
busca de un responsable a quien culpar por un fracaso demasiado difícil de
soportar, Sara acusa a Dios.
La falta se convierte en obsesión. Con una fuerza que
nunca antes había mostrado, Sara busca una solución humana a su malestar y
empuja a una mujer egipcia, una de sus esclavas, a los brazos de Abraham. De
esa manera espera conseguir un hijo en el que hallar su realización como mujer.
El intento desesperado socavará en gran medida la unidad de la pareja. La
solución, -culturalmente aceptada en la Mesopotamia del segundo milenio antes
de Cristo y no muy diferente en esencia a los procedimientos médicos actuales-,
no funciona. Agar, la egipcia, queda embarazada y quiere quedarse al niño
ignorando el acuerdo inicial. La solución ideada para remediar el dolor termina
amplificando la agonía. El hijo que nacerá, Ismael, será el hijo de Abraham y
Agar, no el de Sara. Al volverse la situación en su contra, Sara desafía a Dios
para que sea garante de su derecho a ser madre.
La de Sara no es una oración, sino el producto torpe
del odio de quien no se siente considerada por ese Dios de la vida con quien el
esposo sí tiene una fuerte intimidad. Sara no hace una invocación, pero es
escuchada y se convierte en madre, a pesar de haber alcanzado el límite físico
de la vejez y a pesar de haber superado el límite espiritual de quienes han
perdido la esperanza y enterrado el deseo. La intervención de Dios para Sara es
la curación de las relaciones. Abraham comienza a llamarla por su nombre real y
Sara se transforma. Ya no es la mujer odiosa y amargada, enfadada con Dios y
con el mundo, que se ve excluida de la vida y lucha por sentirse mujer usando a
los demás y creando con sus propias manos las condiciones para su propia
infelicidad. Ya ni siquiera es la anciana desilusionada y desencantada que se
siente agotada, gastada y abandonada como un vestido viejo y que ríe cuando la
palabra de la promesa toca el límite de su fe intangible. La intervención de
Dios ha hecho explotar su potencial generativo. Así como su cuerpo se hace
capaz de concebir una vida, así su actitud y sus palabras revelan ternura y
acogida. Con el nacimiento de Isaac, Abraham y Sara encuentran armonía entre
ellos y con el Señor.
Sara, la única mujer bíblica cuya edad se conoce,
muere a los ciento veintisiete años, un número que evoca una plenitud
sobreabundante. La suya es una vida paradójicamente ordinaria en su naturaleza
extraordinaria. Muchas “Saras” de todas las épocas viven largos años en
silencio a la sombra de uno o más hombres; se apagan en ambientes que sofocan
la individualidad y la libre expresión de la propia identidad; se adaptan y
aguantan hasta que llegan al límite y lo somatizan; están dispuestas a hacer
cualquier cosa solo para tener un hijo; descubren el potencial de vida en la
vejez; y viven la fe como un camino duro con dificultades, incoherencias e
inconformismo. A todas ellas Sara les ofrece una esperanza: la visita de Dios
se presenta como un camino de autenticidad y plenitud que devuelve la propia
identidad y hace desbordar la vida.
de Laura Invernizzi
Ausiliaria diocesana (Milán), biblista y docente de la
Facultad Teológica de Italia Septentrional y la Universidad Católica del Sacro
Cuore / Publicado en Osservatore Romano
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