Comentario | José Antonio Pagola
Confiar en el amor
providente
Apenas se oye hablar hoy de la «providencia de Dios».
Es un lenguaje que ha ido cayendo en desuso o que se ha convertido en una forma
piadosa de considerar ciertos acontecimientos. Sin embargo, creer en el amor
providente de Dios es un rasgo básico del cristiano.
Todo brota de una convicción radical. Dios no abandona
ni se desentiende de aquellos a quienes crea, sino que sostiene su vida con
amor fiel, vigilante y creador. No estamos a merced del azar, el caos o la
fatalidad. En el interior de la realidad está Dios, conduciendo nuestro ser
hacia el bien.
Esta fe no libera de penas y trabajos, pero arraiga al
creyente en una confianza total en Dios, que expulsa el miedo a caer
definitivamente bajo las fuerzas del mal. Dios es el Señor último de nuestras
vidas. De ahí la invitación de la primera carta de san Pedro: «Descargad en
Dios todo agobio, que a él le interesa vuestro bien» (1 Pedro 5,7).
Esto no quiere decir que Dios «intervenga» en nuestra
vida como intervienen otras personas o factores. La fe en la Providencia ha
caído a veces en descrédito precisamente porque se la ha entendido en sentido
intervencionista, como si Dios se entrometiera en nuestras cosas, forzando los
acontecimientos o eliminando la libertad humana. No es así. Dios respeta
totalmente las decisiones de las personas y la marcha de la historia.
Por eso no se debe decir propiamente que Dios «guía»
nuestra vida, sino que ofrece su gracia y su fuerza para que nosotros la
orientemos y guiemos hacia nuestro bien. Así, la presencia providente de Dios
no lleva a la pasividad o la inhibición, sino a la iniciativa y la creatividad.
No hemos de olvidar por otra parte que, si bien
podemos captar signos del amor providente de Dios en experiencias concretas de
nuestra vida, su acción permanece siempre inescrutable. Lo que a nosotros hoy
nos parece malo puede ser mañana fuente de bien. Nosotros somos incapaces de
abarcar la totalidad de nuestra existencia; se nos escapa el sentido final de
las cosas; no podemos comprender los acontecimientos en sus últimas
consecuencias. Todo queda bajo el signo del amor de Dios, que no olvida a
ninguna de sus criaturas.
Desde esta perspectiva adquiere toda su hondura la
escena del lago de Tiberíades. En medio de la tormenta, los discípulos ven a
Jesús dormido confiadamente en la barca. De su corazón lleno de miedo brota un
grito: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?». Jesús, después de contagiar
su propia calma al mar y al viento, les dice: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún
no tenéis fe?».
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