Cultura y Vida | Vicente Durán Casas, SJ*
Conflictos sociales y contrato social
Los conflictos sociales son inevitables, pero
evitar que se conviertan en explosiones sociales no solo es inteligente,
también es una exigencia de la justicia.
El pensamiento contractualista es uno de los
grandes aportes de la modernidad a la filosofía política. En contra de la
teoría tradicional —que aseveraba que el poder del soberano provenía de Dios o
pertenecía al orden natural de las cosas— el contractualismo argumenta que la
autoridad del soberano proviene de la voluntad política de los ciudadanos.
A pesar de que ya en la Grecia del siglo V antes
de Cristo y en la edad media hubo intentos por superar el modo de pensar según
el cual el rey es rey por gracia de Dios y el esclavo es esclavo por
naturaleza, hoy existe un consenso bastante extendido en torno a que el
Leviatán (1651) de Thomas Hobbes es el texto fundacional del contractualismo
político.
El Estado y el poder del soberano no provienen de
un orden natural o sobrenatural, sino de una particular especie de contrato
original en el que los ciudadanos renuncian a una parte de su libertad para
endosarla al soberano y que este, con el poder recibido de todos, garantice la
paz y discipline los conflictos sociales. Solo así los seres humanos logran
salir del estado de naturaleza en el que se encuentran, en el que —como no hay
Estado ni leyes, ni justicia— todo está permitido para la defensa propia, de la
familia y de la comunidad a la que se pertenece. Hobbes termina su obra con una
justificación del absolutismo político reflejado en la portada del libro: un
gigante cuasi todopoderoso que, inspirado en el monstruo bíblico que vive en el
mar (Job 3,8; 40,25), en una mano lleva la espada y en la otra el báculo,
símbolos del poder políticomilitar y religioso.
John Locke pondrá límites razonables al
absolutismo de Hobbes. En su “Segundo
tratado sobre el gobierno civil” (1690) limita el ejercicio del poder del
soberano, que gobierna y ordena legítimamente solo para proteger y garantizar
los derechos y las libertades fundamentales de los individuos: life, liberty
and property. Y ello resulta enormemente revelador, pues introducir el derecho
a la propiedad (privada) dentro del conjunto de derechos “naturales” revela
claramente que el espíritu contractual que mueve el pensamiento de Locke está
muy cerca de los intereses de la naciente y pujante burguesía moderna. El
derecho a la vida hace referencia al cuerpo propio, el derecho a la libertad a
la libertad de acción y movimiento, y el derecho a la propiedad a la
posibilidad de tener algo como mío y tú algo como tuyo —en especial al suelo
donde vive cada uno de nosotros—. A nadie extrañará que el liberalismo
económico clásico posterior haya bebido del pensamiento de Locke como una de
sus fuentes más entrañables.
Ya más cerca de los contundentes y bien conocidos
conflictos sociales que habrían de conducir a la toma de la Bastilla en 1789,
“El contrato social” (1762) de Jean-Jacques Rousseau señaló el rumbo de lo que
será una versión muy interesante del contrato social en la modernidad. El
estado de naturaleza para Rousseau ya no será esa guerra de todos contra todos
que hay que superar —como en Hobbes: homo homini lupus—, sino todo lo
contrario, el estado natural es lo que hay que esforzarse por preservar del ser
humano. Todos hemos nacido libres y, sin embargo, por todas partes nos
encontramos encadenados, decía el ginebrino. De allí su manifiesta y honda
preocupación por la educación y la política, ambas tienden a vaciar a los
humanos de su auténtica naturaleza y, sobre ese vacío, intentan construir el
ser social que somos: egoísta, vanidoso y competitivo.
Rousseau se pregunta por el origen histórico de
las desigualdades y de los conflictos humanos, y encuentra que este se halla
—para escándalo de Locke— en el hecho de haber introducido la propiedad como
algo propio de la vida humana. En el estado de naturaleza no hay propiedad,
pero al optar por vivir con otros y al lado de otros la inventamos y nos
alejamos más y más de nuestra verdadera naturaleza. Eso hace necesario el
Estado y la educación, algo así como un mal necesario que todos requerimos para
que permita el fortalecimiento de la volonté générale. Esta no es el resultado
aritmético e insubstancial de la suma de voluntades individuales aisladas y
enemigas entre sí, sino la expresión de aquella voluntad, a veces oculta, pero
aun compartida desde la entraña de nuestra común naturaleza humana,
originalmente buena.
Con ayuda de Rousseau podríamos aventurar esta
hipótesis: los conflictos sociales son inevitables y mal haríamos en pretender
vivir a comienzos del siglo XXI en un apacible e idílico estado de naturaleza
sin conflictos. Pero dadas las características de la naturaleza humana, esos
conflictos son socialmente manejables y, para ello, el Estado es
imprescindible. Si somos el origen de nuestros conflictos, también lo somos de
su solución. Dichos conflictos resultan insuperables y pueden llegar a ser algo
así como una fatal maldición, si no logramos construir —entre todos— una
voluntad general auténtica, originalmente humana, esto es, que brote desde
nuestra entraña humana más profunda.
“Todo es perfecto cuando sale de las manos de
Dios, pero todo degenera en las manos del hombre”, eso escribe Rousseau al
comienzo de su “Emilio” (1762). En realidad, esa es una traducción, el autor no
menciona a Dios, pero sí al Auteur des choses. De cualquier forma, educación y
política —dos de las actividades humanas que más nos afectan— deben ser, por
eso mismo, una forma de equilibrar o remendar los perjuicios que provienen de
lo mucho que nos hemos alejado de nuestros insondables orígenes.
Con eso nos acercamos un poco más a John Rawls,
cuya obra principal, “Una teoría de la justicia”, fue publicada hace cincuenta
años. El objetivo de este libro, nos dice su autor, es presentar una concepción
de la justicia que generalice y lleve a un nivel superior de abstracción el
pensamiento contractual de Locke, Rousseau y Kant. Veamos la pertinencia social
de su propuesta.
La suya no es una teoría pensada para resolver
problemas de orden público surgidos de las explosiones sociales, problemas de
teoría económica o problemas sobre qué sistema educativo o de salud debería
tener una sociedad para que pueda ser considerada justa. De ello no se sigue,
sin embargo, que su obra deba ser considerada irrelevante a la hora de
reflexionar sobre temas sociales tan concretos como esos. De lo que se trata
—como él mismo lo dice en el prefacio a su obra— es de ofrecer, desde la
tradición contractualista, “la base moral más apropiada para una sociedad
democrática”. “Más apropiada” significa más justa, que logre superar la que
ofrece el utilitarismo dominante, sustento teórico de la supuesta eficiencia
del capitalismo.
Es evidente que desde el siglo XIX el utilitarismo
ofrece una base conceptual suficientemente sólida para que las sociedades sean
más eficientes en lo económico. Pero, nos dice Rawls, sobre una base
exclusivamente utilitarista ninguna sociedad llega a ser más justa, por eso su
fundamento moral es más bien precario, por lo que “Una teoría de la justicia”
arranca con otro supuesto: “la justicia es la primera virtud de las
instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”.
La justicia, no la eficiencia ni la productividad.
El asunto es que, en sociedades altamente
diferenciadas, en las que hay personas y comunidades con múltiples y diversas
concepciones de lo bueno, expresadas en religiones, cosmovisiones ancestrales y
filosofías de diverso origen, los principios que han de regir la estructura
básica de la sociedad no pueden ser escogidos ni formulados sino desde una
concepción compartida de lo justo. Para vivir juntos y poder resolver sus
conflictos en paz, los seres humanos no necesitan unirse en torno a lo que consideran
bueno o alrededor de lo que les da sentido a sus vidas, pero sí alrededor de lo
que es justo en el contexto de las condiciones concretas en las que viven.
Todas las personas y todas las comunidades tienen el mismo derecho a sus
concepciones religiosas y filosóficas, pero nadie lo tiene para obligar a otros
a compartirlas. Respecto de lo que sea justo, en cambio —esa es la gran apuesta
de Rawls— es razonable pensar que puedan llegar a acuerdos razonables y
benéficos para todos.
Y eso es lo que los dos principios propuestos por
él quieren lograr. El primero dice que en una sociedad justa cada persona
—incluidas aquellas que viven en comunidades con un fuerte acento comunitario—
debe tener el esquema más extenso de libertades básicas que resulte compatible
con un esquema similar de libertades para otros. El segundo, que en dicha
sociedad se permiten las desigualdades sólo si se puede esperar,
razonablemente, que ellas “sean ventajosas para todos”, y que los empleos y
cargos sean asequibles para todos bajo el principio de igualdad de
oportunidades.
La obra de Rawls representa una interesante
renovación de la tradición contractualista en el siglo XX. Ofrece criterios
para resolver los conflictos sociales desde una perspectiva que incluya a todos
sus actores bajo un concepto de justicia en el que sea posible, a su vez, que
todos se reconozcan. Eso no se logra sin lo que Rawls llama “posición
original”: ponerse en el lugar de los que piensan y sienten distinto a uno para
escoger —con ellos y nunca sin ellos o contra ellos— principios básicos de
justicia social. Los conflictos sociales son inevitables, pero evitar que se
conviertan en explosiones sociales no solo es inteligente, también es una
exigencia de la justicia.
*Sacerdote jesuita, Doctor en Filosofía y profesor
de Filosofía de la Religión de la Pontificia Universidad Javeriana – Colombia.
Publicado por: comunicacion@centromontalvo.org
Tomado de: La Silla Vacía
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...