Teología | Nuestra Fe*
El mal y el recurso al milagro
Una comprobación empírica de que Dios no quiere el
mal es que Jesucristo «recorría las ciudades y aldeas curando todos los males y
enfermedades en prueba de la llegada del Reino de Dios». Con ello estaba
manifestando cómo sería una humanidad sometida totalmente al señorío divino.
Sin embargo, muchos más enfermos había en Israel.
¿Por qué Jesús sólo realizó 23 curaciones milagrosas? Incluso hoy, ¿por qué
Dios no evita milagrosamente los sufrimientos más insoportables? En mi opinión
la respuesta sólo puede ser ésta: Porque el recurso habitual al milagro es
incompatible con la dignidad humana. Lo explicó muy bien Tagore por lo que se
refiere al mal físico:
«Un día que paseaba bajo un puente, el mástil de
mi barco chocó contra uno de los arcos. No hubiera ocurrido nada si el mástil
se hubiera inclinado varios centímetros, o si el puente se hubiera levantado
como un gato que se arquea, o si el nivel del río hubiera descendido un poco.
Ninguno de ellos hizo nada para ayudarme. Y precisamente por esta circunstancia
podía yo servirme del río y navegar por él utilizando el mástil del barco, y
cuando la corriente no me era favorable podía contar con el puente. Las cosas
son lo que son, y nos es preciso conocerlas si queremos servirnos de ellas; y
para eso es necesario que obedezcan a leyes físicas y no a nuestros caprichos».
Ese ejemplo muestra claramente que, gracias a que
Dios ha dotado a la naturaleza de leyes fijas, y las respeta sin interferir en
ellas con los milagros, el hombre puede estudiarlas y dominarlas poco a poco
con su esfuerzo. Un Dios que se dedicara a levantar milagrosamente los puentes
para evitar que los mástiles demasiado altos se quebraran, haría de nosotros
«hijos de papá Dios»; no nos tomaría en serio. Tampoco nos tomaría en serio un
Dios que se empeñara en evitar milagrosamente el mal moral. ¿En qué quedaría la
libertad si cada vez que yo quisiera insultar a alguien, las palabras no me
salieran de la garganta; o si al empuñar el machete se transformara en una
flor?
Otra parábola -la del hombre de las manos atadas-
puede ayudamos a verlo mejor:
«Érase una vez un hombre como los demás. Un hombre
normal. Tenía cualidades positivas y negativas. No era diferente. Una noche,
repentinamente, llamaron a su puerta. Cuando abrió se encontró a sus enemigos.
Eran varios y habían venido juntos. Sus enemigos le ataron las manos. Después
le dijeron que era mejor así; que así, con sus manos atadas, no podría hacer
nada malo. (Se olvidaron decirle que tampoco podría hacer nada bueno). Y se
fueron dejando un guardián a la puerta para que nadie pudiera desatarle.
Al principio se desesperó y trató de romper las ataduras. Cuando se convenció de lo inútil de sus esfuerzos intentó acomodarse a su nueva situación. Poco a poco consiguió valerse para seguir subsistiendo con las manos atadas. Inicialmente le costaba hasta quitarse los zapatos. Hubo un día en que consiguió liar y encender un pitillo. Y empezó a olvidarse de que antes tenía las manos libres. Mientras tanto su guardián le comunicaba día tras día las cosas malas que hacían en el exterior los hombres con las manos libres. (Se le olvidaba decirle las cosas buenas que hacían esos mismos y otros hombres con las manos libres).
Pasaron muchos años. El hombre llegó a acostumbrarse a
sus manos atadas. Y cuando su guardián le señalaba que gracias a aquella noche
en que entraron a atarle, él, el hombre de las manos atadas, no podía hacer
nada malo (no le señalaba que tampoco podía hacer nada bueno), el hombre empezó
a creer que era mejor vivir con las manos atadas. Además, estaba tan
acostumbrado a las ligaduras...
Pasaron muchos, muchísimos años. Un día sus amigos
sorprendieron al guardián, entraron en la casa y rompieron las ligaduras que
ataban las manos del hombre. "Ya eres libre" le dijeron. Pero habían
llegado demasiado tarde. Las manos del hombre estaban totalmente atrofiadas».
Así, pues, el recurso habitual al milagro parece
incompatible con la dignidad de los seres humanos. «Un Dios -escribía
Nietzsche- que en el momento oportuno corta el resfriado, o induce a uno a
subir al coche en el instante preciso en que empieza a llover a cántaros
debería antojarse un Dios tan absurdo que, si existiese, habría que abolirlo».
Tomado de: Esta es nuestra Fe, Teología
para universitarios, de Luis González-Carvajal Santabárbara.
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