Fe y Vida | Leonel R.
Crooke Hernandez, MSC
La grandeza del ser humano
La humildad se define como virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones
y debilidades y en obrar de acuerdo con ese conocimiento (RAE). Traigo al presente esa frase a ritmo de diccionario del P. Martín Luzón,
msc: “Humildad viene del latín humilita – humus de tierra”.
A veces parece que es difícil de entender que, como
humanos, tenemos muchas razones para ser humildes, pues casi todo lo que somos
y mucho de lo que tenemos nos ha sido dado. Para empezar, la vida, ese milagro
propiciado por nuestros padres e iniciativa de Dios. Lo mismo podría decirse
por ejemplo de la sabiduría, la vocación a la vida religiosa y otros talentos.
Nada de todo eso es el resultado de la habilidad o la pericia de uno. Todo es,
en realidad, un regalo del cielo. De ahí que a medida que pasan los años de
vida, muchas personas se sientan humildes y profundamente agradecidas por dones
que no pidieron, pero que recibieron de manera completamente gratis.
Nadie desea estar mucho tiempo con alguien
orgulloso o arrogante. Tampoco con alguien que nunca pide perdón por sus
faltas. En cambio, una persona humilde, consciente de sus limitaciones y que
actúa en armonía con ello, es siempre apreciada por la mayoría de la gente.
Según el Evangelio, la humildad no es cualquier
cosa; es nada menos que un fruto del Espíritu de Dios:
“En cambio, lo que el Espíritu
produce es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. Contra tales cosas no hay ley”
(Gálatas 5, 22-23).
En las Escrituras aparecen
ejemplos de personas que fueron, es verdad, grandes en fama, pero que también
fueron humildes. Por ejemplo, de Moisés se dice que “era un hombre muy humilde, más que cualquier otro hombre sobre la
faz de la tierra” (Nm 12, 3). Había tenido la oportunidad y el desafío
de ser instrumento de Dios para sacar al pueblo de Israel de la esclavitud de
Egipto, toda una hazaña en su día, pero todavía supo mantener una mentalidad
humilde (heb. anava, ‘mansedumbre’) la mayor parte de
su vida.
Cuando una joven judía
llamada María fue elegida por Dios para traer a su Hijo a la tierra, ésta
exclamó agradecida:
“Mi alma engrandece al
Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha
mirado la humilde condición de esta su sierva; pues he aquí,
desde ahora en adelante todas las generaciones me tendrán por bienaventurada”
(Lc 1, 46-48).
María reconocía su ‘humilde condición’, pero Dios no veía en ella más que una inmensa
grandeza de corazón. De ahí que fuera elegida. Por eso se dice que “Dios se opone a los orgullosos, pero ayuda con su bondad a los
humildes” (1 Pe 5, 5).
Julio Chevalier dijo: “Estoy en sus manos. El hará de
mí lo que juzgue conveniente” (Constituciones MSC). La humildad radica el dejar
a Dios ser Dios en nuestras vidas, sin condiciones, sin darnos a medias, más
bien darnos por entero. Pero estamos en una sociedad cambiante, que ha
confundido el ser humilde con el populismo o con la forma de actuar. Más bien
de apariencia, de momento o para ganar cosas en la sociedad.
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