martes, 1 de febrero de 2022

La dificultad de estar con uno mismo (1 de 2)


Para vivir mejor | Giovanni Cucci/LCC

 


La dificultad de estar con uno mismo (1 de 2)

No hacer nada 

Una actividad valiosa y ardua

 

Un sufrido tiempo de parada forzosa —como, por ejemplo, el determinado por el aislamiento para vencer la pandemia de la COVID-19— pudo ser una ocasión de valiosas enseñanzas. Muchos se han preguntado sobre el significado de esta grave epidemia desde este punto de vista. Entre los diversos puntos de partida distintos quisiéramos retomar uno bien conocido para la tradición espiritual: tomarse un tiempo simplemente para no hacer nada.

Se puede ocupar el tiempo, engañarlo, llenarlo, matarlo, quizá permaneciendo frente al televisor con una cerveza y unas patatas fritas. O, peor aún, se puede hacer más insistente la insidia del vicio, que con los nuevos descubrimientos de Internet ofrece posibilidades enormes, con consecuencias igualmente devastadoras, como se ha podido constatar[1]. Todo ello es exactamente la antítesis del «no hacer nada».

 

Estar simplemente con uno mismo puede estigmatizarse como un vicio, como una forma de pereza. Al mismo tiempo, sin embargo, se presenta como la situación ideal de vida, libre de compromisos y de tareas. Pero cuando uno se decide a realizarlo de manera consciente, no hacer nada se convierte en algo a la vez más fácil y más difícil. La más fácil, porque no hacen falta actividades o propuestas particulares: basta simplemente con permanecer en silencio. Pero también la más difícil, porque nuestra mente está llena de cosas, de pensamientos, y es preciso desintoxicarse de este cúmulo enorme. Eso requiere tiempo y esfuerzo, y si no se ha hecho nunca, se cae fácilmente en el desaliento.

 

Un artículo de psicología aparecido hace algunos años, sin imaginar, desde luego, la emergencia actual, comenzaba justamente con esta pregunta: «¿Cuándo fue la última vez que no han hecho nada? Verdaderamente nada. Ni ver televisión, ni leer, ni consultar el correo electrónico, ni ocuparse de su prioridad, de su carrera o de su relación? […] ¿Cuándo fue la última vez que se entregaron de todo corazón a la haraganería y al vacío que surge cuando las actividades cesan y solo la pared abdominal sube y baja al respirar?»[2]. Y sin posibles vías de escape del encuentro con uno mismo. A menudo esta posibilidad se ve como un ideal fuera de nuestro alcance porque hay demasiadas cosas que hacer, o, de forma más realista aún, porque cuando nos vemos obligados (como en estos días), tenemos que enfrentarnos al aburrimiento y a la frustración. Tal vez es este el motivo por el cual, cuando uno se va de vacaciones, regresa más estresado que antes.

 

En efecto, para muchas personas estar solas con sus propios pensamientos no es una condición deseable, sino una tortura insoportable. Bien lo sabe el que está forzado a encontrarse solo consigo mismo durante mucho tiempo, como los supervivientes de un naufragio, los prisioneros o los afectados por enfermedades. O quienes, como en este período, están obligados a permanecer en casa largas etapas y descubren que las posibles distracciones son insuficientes. Una condición de la cual se han hallado paralelismos en el ámbito experimental.

 

Una serie de once estudios llevados a cabo por un equipo de investigadores estadounidenses ha mostrado que cuando uno se encuentra solo consigo mismo se comienza a sufrir. A un grupo de estudiantes (146) se les pidió que permanecieran en silencio en contacto con sus propios pensamientos por un período de 6 a 15 minutos sin tener nada, sentados en una habitación que no ofrecía ninguna posibilidad de distracción. A continuación, se les pidió que valoraran la experiencia: el 58 % experimentó dificultades para concentrarse, el 90 % se distrajo mayormente, y la mitad no hizo más que aburrirse.

 

Resultados casi idénticos se han registrado con personas de edad más avanzada (hasta los 77 años). Algunos encontraron tan insoportable esta situación que preferían interrupciones dolorosas antes que permanecer simplemente pensando. Ante la propuesta de sufrir ligeras descargas eléctricas para interrumpir los 15 minutos de aburrimiento voluntario, la mayor parte optó por esa posibilidad, algunos incluso con entusiasmo. Evidentemente, enfrentarse a los propios pensamientos es más doloroso que recibir una descarga eléctrica.

Los investigadores comentaron los resultados como sigue: «A la mente no entrenada no le gusta estar sola consigo misma»[3]. Sin embargo, un entrenamiento tal, aun siendo doloroso, es indispensable, porque permite expresar nuestras posibilidades y capacidades más elevadas, nos ayuda a reconocer lo que verdaderamente deseamos de nuestra vida.

 

Contemplar, sinónimo de felicidad

Durante siglos los hombres han vivido —y bien— sin las actuales distracciones. Y han reconocido en la ausencia de distracción el camino hacia la felicidad. Pascal señalaba que gran parte de los males y de las pasiones del hombre «procede de una sola cosa, que consiste en que no sabemos quedarnos tranquilos en un cuarto»[4]. El adiestramiento de la mente señalado por los autores de la investigación arriba citada recibía de los antiguos el nombre de «arte de vivir», «sabiduría», la actividad más importante y valiosa, porque permite participar de la felicidad (eudaimonía), que es la condición propia de Dios.

 

Para Aristóteles, el placer de esta actividad es perfecto, no conoce los excesos, la carencia, el cansancio, el dolor, y esta es la acción más alta y digna del hombre libre. No obstante, el filósofo griego precisa que el hombre solamente puede alcanzar este estado en algún breve momento: «Y una vida de esta clase sería superior a la medida humana, pues no vivirá de esta manera en tanto que es un hombre, sino en tanto que hay en él algo divino; y en la misma medida en que ello es superior a lo compuesto, en esa medida su actividad es superior a la correspondiente al resto de la virtud. Y, claro, si el intelecto es cosa divina en comparación con el hombre, la vida conforme a este será divina comparada con la vida humana»[5].

 

Pero la conciencia de este límite no constituye una objeción. El hecho de ser una actividad provisional e inestable no le resta belleza. Por eso la persona rechaza con desdén la objeción de dejarla perder por considerarla demasiado difícil de alcanzar. Eso significaría mortificar la dimensión alta y noble del ser humano: «Y no debe, contra los que así lo aconsejan, tener pensamientos humanos por ser hombre ni mortales por ser mortal, sino buscar la inmortalidad en lo posible y hacerlo todo para vivir de acuerdo con lo más grande de cuanto hay en él mismo. Porque, aunque su masa es pequeña, supera con mucho a todas las cosas en poder y valor. Parecería incluso que esto es cada uno, si es lo dominante y mejor […]; luego esta vida será también la más feliz»[6].

 

Este tema será ampliamente retomado en el ámbito cristiano. Escribe, por ejemplo, san Agustín: «Es tan grande el placer contemplando la verdad, sea cualquiera el aspecto bajo el cual la puede contemplar uno; es tanta la pureza, la sinceridad, tan inmutable su fe, que jamás creerá haber sabido algo en otro tiempo, cuando le parecía tener ciencia. Y para que no sea prohibido al alma toda unirse por completo a toda la verdad, llega a desear, como supremo beneficio, la muerte, que antes temía, es decir, la fuga y la evasión completa de este cuerpo»[7].

 

Algunas precisiones sobre el término «contemplar»

No obstante, es importante no equivocarse sobre el término «contemplar», como si estuviese reservado a una restringida comunidad de eremitas o como si alentara a la pasividad en desmedro de la acción. Cuando el Estagirita habla de contemplación, entiende algo diferente de lo que hoy podría parecer. El examen de las éndoxa, es decir, de las opiniones corrientes, lo lleva a concluir que la felicidad puede alcanzarse ejercitándose en dos actividades situadas aparentemente en las antípodas una de la otra, como justamente la contemplación y las relaciones, gracias a las cuales el hombre alcanza su propio fin, que lo diferencia de las bestias y de los esclavos, haciéndolo participe de la vida propia de Dios y confiriendo un rasgo de alegría y de belleza a todo lo realizado.

 

La contemplación no se opone a la acción, sino que es su expresión más alta, la creatividad, que permite estar plenamente vivo. El psicólogo Abraham Maslow denomina estos momentos peak-experiences, en las que el tiempo está como detenido, la existencia se percibe en su belleza y el Absoluto hace su entrada y colma al sujeto. De este modo se experimenta un gozo profundo unido a la sorpresa y al asombro, junto con un sentimiento de gratitud por un don semejante, recibido de forma inesperada. Después de eso, la persona se vuelve más tolerante, capaz de perdón, de empatía, y sabe reaccionar mejor ante el sufrimiento y las dificultades[8]. El término peak-experiences puede abarcar una gama fenomenológica sumamente variada de sucesos, como la poesía, la inspiración literaria, la obra de arte, una relación de amor, un estado místico…

 

El que experimenta momentos semejantes no tiene la impresión de estar inerte, sino, al contrario, los considera como los más intensos de su vida. Estas características de plenitud comprenden también la actividad profesional, que si está en sintonía con el propio deseo profundo puede considerarse un anticipo de bienaventuranza. Esta es, por ejemplo, la manera con la que un psiquiatra estadounidense, Irvin Yalom, describe en una novela autobiográfica su profesión: «Afortunado es quien ama su trabajo. Ernest se sentía afortunado, eso sí. Más que afortunado: bendecido. Era un hombre que había descubierto su vocación y que podía decir: estoy donde debo estar, en el vórtice de mi talento, de mis intereses, mis pasiones. Ernest no era un hombre religioso. No obstante, cuando abría su libro de citas todas las mañanas y veía los nombres de las ocho o nueve queridas personas con quienes pasaría ese día, se sentía abrumado por una emoción que solo podía describir como religiosa. En ese momento, en lo más profundo de su ser, deseaba dar gracias —a alguien, a algo— por haberlo conducido a su vocación»[9].

 

Silencio y atención, las puertas hacia la verdad de uno mismo

Permanecer en silencio es una cosa ardua porque no es una actitud espontánea y porque las distracciones acechan siempre. Uno siente que no tiene poder sobre la propia mente y que los pensamientos se escapan del propio control.

En un relato medieval, un párroco apuesta con un campesino que si es capaz de rezar el padrenuestro sin distraerse le regalará un asno. El campesino acepta entusiasmado, pensando ganar con facilidad, pero al promediar la oración pregunta de pronto: «¿Y me darás también la montura?»[10]. Permanecer en actitud de total atención por el tiempo que dura el rezo de un padrenuestro no es un ejercicio fácil.

 

Bien lo había entendido Simone Weil, que descubre el valor y la dificultad de la atención en la oración. Era algo que no había hecho nunca hasta el día en que, ante una petición de que enseñara griego, eligió utilizar el texto del padrenuestro, que la cautivó. Pero Weil también notó la dificultad de detenerse en esas palabras sin distraerse y decidió rezarlo todas las mañanas con atención. Cuando se distraía, comenzaba de nuevo. De ese modo aprendió a saborear los matices del griego de ese texto encantador, así como el valor de la atención: «La virtud de esta práctica es extraordinaria y no deja de sorprenderme, pues aunque la llevo a cabo cada día sobrepasa siempre lo que espero.

A veces, ya las primeras palabras arrancan mi pensamiento de mi cuerpo y lo trasladan a un lugar más allá del espacio en el que no hay perspectiva ni punto de vista. […] Al mismo tiempo, esa infinitud de infinitud se llena por entero de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un sonido. Los ruidos, si los hay, solo me llegan después de haber atravesado ese silencio»[11].

 

La dificultad principal está ligada al hecho de que se considera la atención como un esfuerzo de la voluntad. Por eso, cuando Weil invitaba a sus estudiantes a prestar atención, notaba que contraían con esfuerzo los músculos y, a la siguiente pregunta —sobre a qué habían prestado atención—, eran incapaces de responder. Weil comprende que la atención es como la oración: una lucha para acceder al fondo del propio yo, una lucha que, al comienzo, agota, pero que purifica y permite saborear la vida. No es una técnica que haya que aplicar, sino un don que hay que acoger con sencillez: «La atención es un esfuerzo; el mayor de los esfuerzos quizá, pero un esfuerzo negativo. Por sí mismo no implica fatiga. Cuando la fatiga se deja sentir, la atención ya casi no es posible, a menos que se esté bien adiestrado»[12].

 

Es como respirar; cuando se realiza este ejercicio con atención se toma contacto con uno mismo y uno se regenera: «Veinte minutos de atención intensa y sin fatiga valen infinitamente más que tres horas de esa dedicación de cejas fruncidas que lleva a decir con el sentimiento del deber cumplido: “he trabajado bien”. […] Los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados. Pues el hombre no puede encontrarlos por sus propias fuerzas»[13]. De nuevo regresa la importancia de no hacer nada, vivido conscientemente, con docilidad.

Weil no esconde la dificultad de este ejercicio, que es como una inmersión en apnea, esencial, no obstante, para llegar a las profundidades del espíritu: «Hay algo en nuestra alma que rechaza la verdadera atención mucho más violentamente de lo que la carne rechaza el cansancio. Ese algo está mucho más próximo del mal que la carne. Por eso, cuantas veces se presta verdadera atención se destruye algo del mal que hay en uno mismo. Si la atención se enfoca en ese sentido, un cuarto de hora de atención es tan valioso como muchas buenas obras»[14].


La Civilttà Cattolica




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