Para vivir mejor | Giovanni Cucci/LCC
La dificultad de estar con uno mismo (1 de 2)
No hacer nada
Una actividad valiosa y ardua
Un sufrido tiempo de parada forzosa —como, por ejemplo, el determinado por el aislamiento para vencer la pandemia de la COVID-19— pudo ser una ocasión de valiosas enseñanzas. Muchos se han preguntado sobre el significado de esta grave epidemia desde este punto de vista. Entre los diversos puntos de partida distintos quisiéramos retomar uno bien conocido para la tradición espiritual: tomarse un tiempo simplemente para no hacer nada.
Se puede
ocupar el tiempo, engañarlo, llenarlo, matarlo, quizá permaneciendo frente al
televisor con una cerveza y unas patatas fritas. O, peor aún, se puede hacer
más insistente la insidia del vicio, que con los nuevos descubrimientos de
Internet ofrece posibilidades enormes, con consecuencias igualmente
devastadoras, como se ha podido constatar[1]. Todo ello es
exactamente la antÃtesis del «no hacer nada».
Estar
simplemente con uno mismo puede estigmatizarse como un vicio, como una forma de
pereza. Al mismo tiempo, sin embargo, se presenta como la situación ideal de
vida, libre de compromisos y de tareas. Pero cuando uno se decide a realizarlo
de manera consciente, no hacer nada se convierte en algo a la vez más fácil y
más difÃcil. La más fácil, porque no hacen falta actividades o propuestas
particulares: basta simplemente con permanecer en silencio. Pero también la más
difÃcil, porque nuestra mente está llena de cosas, de pensamientos, y es
preciso desintoxicarse de este cúmulo enorme. Eso requiere tiempo y esfuerzo, y
si no se ha hecho nunca, se cae fácilmente en el desaliento.
Un artÃculo de
psicologÃa aparecido hace algunos años, sin imaginar, desde luego, la
emergencia actual, comenzaba justamente con esta pregunta: «¿Cuándo fue la
última vez que no han hecho nada? Verdaderamente nada. Ni ver televisión, ni
leer, ni consultar el correo electrónico, ni ocuparse de su prioridad, de su
carrera o de su relación? […] ¿Cuándo fue la última vez que se entregaron de
todo corazón a la haraganerÃa y al vacÃo que surge cuando las actividades cesan
y solo la pared abdominal sube y baja al respirar?»[2]. Y sin
posibles vÃas de escape del encuentro con uno mismo. A menudo esta posibilidad
se ve como un ideal fuera de nuestro alcance porque hay demasiadas cosas que
hacer, o, de forma más realista aún, porque cuando nos vemos obligados (como en
estos dÃas), tenemos que enfrentarnos al aburrimiento y a la frustración. Tal
vez es este el motivo por el cual, cuando uno se va de vacaciones, regresa más
estresado que antes.
En efecto,
para muchas personas estar solas con sus propios pensamientos no es una
condición deseable, sino una tortura insoportable. Bien lo sabe el que está
forzado a encontrarse solo consigo mismo durante mucho tiempo, como los
supervivientes de un naufragio, los prisioneros o los afectados por
enfermedades. O quienes, como en este perÃodo, están obligados a permanecer en
casa largas etapas y descubren que las posibles distracciones son
insuficientes. Una condición de la cual se han hallado paralelismos en el
ámbito experimental.
Una serie de
once estudios llevados a cabo por un equipo de investigadores estadounidenses
ha mostrado que cuando uno se encuentra solo consigo mismo se comienza a
sufrir. A un grupo de estudiantes (146) se les pidió que permanecieran en
silencio en contacto con sus propios pensamientos por un perÃodo de 6 a 15
minutos sin tener nada, sentados en una habitación que no ofrecÃa ninguna
posibilidad de distracción. A continuación, se les pidió que valoraran la
experiencia: el 58 % experimentó dificultades para concentrarse, el 90 % se
distrajo mayormente, y la mitad no hizo más que aburrirse.
Resultados
casi idénticos se han registrado con personas de edad más avanzada (hasta los
77 años). Algunos encontraron tan insoportable esta situación que preferÃan
interrupciones dolorosas antes que permanecer simplemente pensando. Ante la
propuesta de sufrir ligeras descargas eléctricas para interrumpir los 15
minutos de aburrimiento voluntario, la mayor parte optó por esa posibilidad,
algunos incluso con entusiasmo. Evidentemente, enfrentarse a los propios
pensamientos es más doloroso que recibir una descarga eléctrica.
Los
investigadores comentaron los resultados como sigue: «A la mente no entrenada
no le gusta estar sola consigo misma»[3]. Sin embargo,
un entrenamiento tal, aun siendo doloroso, es indispensable, porque permite
expresar nuestras posibilidades y capacidades más elevadas, nos ayuda a
reconocer lo que verdaderamente deseamos de nuestra vida.
Contemplar,
sinónimo de felicidad
Durante siglos
los hombres han vivido —y bien— sin las actuales distracciones. Y han
reconocido en la ausencia de distracción el camino hacia la felicidad. Pascal
señalaba que gran parte de los males y de las pasiones del hombre «procede de
una sola cosa, que consiste en que no sabemos quedarnos tranquilos en un
cuarto»[4]. El
adiestramiento de la mente señalado por los autores de la investigación arriba
citada recibÃa de los antiguos el nombre de «arte de vivir», «sabidurÃa», la
actividad más importante y valiosa, porque permite participar de la felicidad (eudaimonÃa),
que es la condición propia de Dios.
Para
Aristóteles, el placer de esta actividad es perfecto, no conoce los excesos, la
carencia, el cansancio, el dolor, y esta es la acción más alta y digna del
hombre libre. No obstante, el filósofo griego precisa que el hombre solamente
puede alcanzar este estado en algún breve momento: «Y una vida de esta clase
serÃa superior a la medida humana, pues no vivirá de esta manera en tanto que
es un hombre, sino en tanto que hay en él algo divino; y en la misma medida en
que ello es superior a lo compuesto, en esa medida su actividad es superior a
la correspondiente al resto de la virtud. Y, claro, si el intelecto es cosa
divina en comparación con el hombre, la vida conforme a este será divina
comparada con la vida humana»[5].
Pero la
conciencia de este lÃmite no constituye una objeción. El hecho de ser una
actividad provisional e inestable no le resta belleza. Por eso la persona
rechaza con desdén la objeción de dejarla perder por considerarla demasiado
difÃcil de alcanzar. Eso significarÃa mortificar la dimensión alta y noble del
ser humano: «Y no debe, contra los que asà lo aconsejan, tener pensamientos
humanos por ser hombre ni mortales por ser mortal, sino buscar la inmortalidad
en lo posible y hacerlo todo para vivir de acuerdo con lo más grande de cuanto
hay en él mismo. Porque, aunque su masa es pequeña, supera con mucho a todas
las cosas en poder y valor. ParecerÃa incluso que esto es cada uno, si es lo
dominante y mejor […]; luego esta vida será también la más feliz»[6].
Este tema será
ampliamente retomado en el ámbito cristiano. Escribe, por ejemplo, san AgustÃn:
«Es tan grande el placer contemplando la verdad, sea cualquiera el aspecto bajo
el cual la puede contemplar uno; es tanta la pureza, la sinceridad, tan
inmutable su fe, que jamás creerá haber sabido algo en otro tiempo, cuando le
parecÃa tener ciencia. Y para que no sea prohibido al alma toda unirse por
completo a toda la verdad, llega a desear, como supremo beneficio, la muerte,
que antes temÃa, es decir, la fuga y la evasión completa de este cuerpo»[7].
Algunas precisiones
sobre el término «contemplar»
No obstante,
es importante no equivocarse sobre el término «contemplar», como si estuviese
reservado a una restringida comunidad de eremitas o como si alentara a la
pasividad en desmedro de la acción. Cuando el Estagirita habla de
contemplación, entiende algo diferente de lo que hoy podrÃa parecer. El examen
de las éndoxa, es decir, de las opiniones corrientes, lo lleva a
concluir que la felicidad puede alcanzarse ejercitándose en dos actividades
situadas aparentemente en las antÃpodas una de la otra, como justamente la
contemplación y las relaciones, gracias a las cuales el hombre alcanza su
propio fin, que lo diferencia de las bestias y de los esclavos, haciéndolo
participe de la vida propia de Dios y confiriendo un rasgo de alegrÃa y de
belleza a todo lo realizado.
La
contemplación no se opone a la acción, sino que es su expresión más alta, la
creatividad, que permite estar plenamente vivo. El psicólogo Abraham Maslow
denomina estos momentos peak-experiences, en las que el tiempo está
como detenido, la existencia se percibe en su belleza y el Absoluto hace su
entrada y colma al sujeto. De este modo se experimenta un gozo profundo unido a
la sorpresa y al asombro, junto con un sentimiento de gratitud por un don semejante,
recibido de forma inesperada. Después de eso, la persona se vuelve más
tolerante, capaz de perdón, de empatÃa, y sabe reaccionar mejor ante el
sufrimiento y las dificultades[8]. El
término peak-experiences puede abarcar una gama fenomenológica
sumamente variada de sucesos, como la poesÃa, la inspiración literaria, la obra
de arte, una relación de amor, un estado mÃstico…
El que
experimenta momentos semejantes no tiene la impresión de estar inerte, sino, al
contrario, los considera como los más intensos de su vida. Estas
caracterÃsticas de plenitud comprenden también la actividad profesional, que si
está en sintonÃa con el propio deseo profundo puede considerarse un anticipo de
bienaventuranza. Esta es, por ejemplo, la manera con la que un psiquiatra
estadounidense, Irvin Yalom, describe en una novela autobiográfica su
profesión: «Afortunado es quien ama su trabajo. Ernest se sentÃa afortunado,
eso sÃ. Más que afortunado: bendecido. Era un hombre que habÃa descubierto su
vocación y que podÃa decir: estoy donde debo estar, en el vórtice de mi
talento, de mis intereses, mis pasiones. Ernest no era un hombre religioso. No
obstante, cuando abrÃa su libro de citas todas las mañanas y veÃa los nombres
de las ocho o nueve queridas personas con quienes pasarÃa ese dÃa, se sentÃa
abrumado por una emoción que solo podÃa describir como religiosa. En ese
momento, en lo más profundo de su ser, deseaba dar gracias —a alguien, a algo—
por haberlo conducido a su vocación»[9].
Silencio y
atención, las puertas hacia la verdad de uno mismo
Permanecer en
silencio es una cosa ardua porque no es una actitud espontánea y porque las
distracciones acechan siempre. Uno siente que no tiene poder sobre la propia
mente y que los pensamientos se escapan del propio control.
En un relato
medieval, un párroco apuesta con un campesino que si es capaz de rezar el
padrenuestro sin distraerse le regalará un asno. El campesino acepta
entusiasmado, pensando ganar con facilidad, pero al promediar la oración
pregunta de pronto: «¿Y me darás también la montura?»[10]. Permanecer
en actitud de total atención por el tiempo que dura el rezo de un padrenuestro
no es un ejercicio fácil.
Bien lo habÃa
entendido Simone Weil, que descubre el valor y la dificultad de la atención en
la oración. Era algo que no habÃa hecho nunca hasta el dÃa en que, ante una
petición de que enseñara griego, eligió utilizar el texto del padrenuestro, que
la cautivó. Pero Weil también notó la dificultad de detenerse en esas palabras
sin distraerse y decidió rezarlo todas las mañanas con atención. Cuando se
distraÃa, comenzaba de nuevo. De ese modo aprendió a saborear los matices del griego
de ese texto encantador, asà como el valor de la atención: «La virtud de esta
práctica es extraordinaria y no deja de sorprenderme, pues aunque la llevo a
cabo cada dÃa sobrepasa siempre lo que espero.
A veces, ya
las primeras palabras arrancan mi pensamiento de mi cuerpo y lo trasladan a un
lugar más allá del espacio en el que no hay perspectiva ni punto de vista. […]
Al mismo tiempo, esa infinitud de infinitud se llena por entero de silencio, un
silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación
positiva, más positiva que la de un sonido. Los ruidos, si los hay, solo me
llegan después de haber atravesado ese silencio»[11].
La dificultad
principal está ligada al hecho de que se considera la atención como un esfuerzo
de la voluntad. Por eso, cuando Weil invitaba a sus estudiantes a prestar
atención, notaba que contraÃan con esfuerzo los músculos y, a la siguiente
pregunta —sobre a qué habÃan prestado atención—, eran incapaces de responder.
Weil comprende que la atención es como la oración: una lucha para acceder al
fondo del propio yo, una lucha que, al comienzo, agota, pero que purifica y
permite saborear la vida. No es una técnica que haya que aplicar, sino un don
que hay que acoger con sencillez: «La atención es un esfuerzo; el mayor de los
esfuerzos quizá, pero un esfuerzo negativo. Por sà mismo no implica fatiga.
Cuando la fatiga se deja sentir, la atención ya casi no es posible, a menos que
se esté bien adiestrado»[12].
Es como
respirar; cuando se realiza este ejercicio con atención se toma contacto con
uno mismo y uno se regenera: «Veinte minutos de atención intensa y sin fatiga
valen infinitamente más que tres horas de esa dedicación de cejas fruncidas que
lleva a decir con el sentimiento del deber cumplido: “he trabajado bien”. […]
Los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados. Pues el hombre
no puede encontrarlos por sus propias fuerzas»[13]. De nuevo
regresa la importancia de no hacer nada, vivido conscientemente, con docilidad.
Weil no
esconde la dificultad de este ejercicio, que es como una inmersión en apnea,
esencial, no obstante, para llegar a las profundidades del espÃritu: «Hay algo
en nuestra alma que rechaza la verdadera atención mucho más violentamente de lo
que la carne rechaza el cansancio. Ese algo está mucho más próximo del mal que
la carne. Por eso, cuantas veces se presta verdadera atención se destruye algo
del mal que hay en uno mismo. Si la atención se enfoca en ese sentido, un
cuarto de hora de atención es tan valioso como muchas buenas obras»[14].
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