Reflexiones | Telésforo Isaac
El
silencio de Dios desespera
Dios está en silencio y los
seres humanos se imponen tiranías, cometen injusticias, esclavizan, maltratan,
oprimen, asesinan, originan guerras, y hacen toda clase de vilezas en perjuicio
de sus semejantes, y esto desespera.
Hay quienes dicen que Dios está
muerto; éstos han perdido la razón, o la mal usan. Han perdido la razón o la
capacidad de usarla bien, porque Dios no nació; por tanto, la divinidad no
puede morir o desaparecer o inmutarse. Sólo las cosas que nacen son las que
mueren. Dios no nació, por tanto, no puede morir. Dios fue, es y
será por toda la eternidad.
Así lo concebimos nosotros, y
así lo manifestamos; pero a nuestra mente viene una pregunta importante, una
pregunta que otros han hecho a través de la historia de la humanidad, la pregunta
es esta: ¿si dios no está muerto, entonces se ha alejado, o se ha dormido, o
está en aparente silencio mirando a los seres creados a su imagen y semejanza
en continuo conflicto entre ellos y en negación a toda virtud, disciplina, fe,
esperanza y amor?
El silencio de Dios es
amargamente triste. El silencio de Dios es tortuosamente
desesperante, el silencio de Dios es profundamente desconcertante, el silencio
de Dios infunde temor, terror, descorazonamiento, y hondo sentir de
aislamiento, y soledad.
Por eso, decimos que el
silencio de Dios es amargamente triste, triste y sombrío, porque a nuestro
alrededor vemos ocurrir tantas faltas contra su divina voluntad, tantas ofensas
contra sus hijos, más, se mantiene en inquietante, insondable y profundo silencio. Leemos
en el Antiguo Testamento, las desesperadas palabras de los piadosos de Israel,
cuando requerían a Dios diciendo: “Por qué duermes, ¿Señor? ¡Despierta,
despierta! ¿Por qué te olvidas de nosotros, que sufrimos tanto? ¡Levántate, ven
a ayudarnos y salvarnos por tu gran amor!” (Salmo 44: 24-26)
Pues, no somos los primeros en
pensar que Dios mantiene silencio que infunde temor, terror, un sentimiento que
descorazona, que nos hace sentir un abandono de triste soledad y aislamiento
total, soledad que nos hace gemir y gritar como Jesús en la Cruz: “¿Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46)
¡El silencio de Dios! ¡El
silencio de Dios! Silencio ante nuestros gritos de desespero,
silencio ante nuestras peticiones, ante nuestras enfermedades, silencio de Dios
ante nuestras lágrimas, y volvemos a orar y volvemos a pedir, y de nuevo, se
mantiene el silencio en espacio y tiempo, nada se oye.
A nadie más tenemos, a nadie
más podemos recurrir en los problemas que nos asfixian, y desmoralizan. Sólo
tenemos a Cristo como nuestro único mediador ante el Padre, lo sabemos y por
eso vamos a Él con toda nuestra alma, con toda nuestra fe, que por lo menos en
aquellos momentos, es una fe total, y recibimos como respuesta el silencio.
Cristo no responde. Todo sigue
igual: las enfermedades, nuestros problemas morales, nuestras dudas que
desesperan, nuestra asfixia, la opresión del prójimo por cuya solución hemos
orado, siguen las injusticias por doquier, las salvajes delincuencias en nuestra
sociedad, los maléficos combates con armas destructoras y amenazas de guerra
nuclear.
A pesar de lo antes dicho,
Cristo está tras ese aparente silencio, está mirándonos, oyéndonos. No lo
olvidemos, si la respuesta a nuestras oraciones es silencio, por lo menos
consolémonos sabiendo que Él; el Cordero de Dios, el que intercede por
nosotros, está en silencio, oyéndonos e inmensamente amándonos.
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