Cultura y Vida | Antonio R. Rubio Plo
Pasolini
y los dos Pablos
El director italiano quiso realizar una película
sobre la vida de san Pablo, pero no encontró acogida ni en medios religiosos ni
laicos, aunque el guion fue publicado
Se cumplen 100 años del nacimiento de Pier Paolo Pasolini, nacido en Bolonia el 5 de marzo de
1922 y uno de los cineastas y escritores más destacados del siglo XX. Es una
buena ocasión para reflexionar sobre su particular percepción del cristianismo
y de la Iglesia. Se calificaba a sí mismo de ateo y marxista, aunque fue el
autor de El Evangelio según san Mateo,
cuya principal cualidad es trasladar a la pantalla el mejor de los guiones
cinematográficos: un Evangelio sin glosa. Años más tarde, Pasolini se encontró
con dos Pablos cristianos: Pablo, el apóstol, y Pablo VI, el Papa.
El director italiano quiso realizar una película
sobre la vida de san Pablo, pero no
encontró acogida ni en medios religiosos ni laicos. En realidad, buscaba hacer
una curiosa trilogía de filmes sobre Pablo de Tarso, Charles de Foucauld y
Antonio Gramsci, con un enfoque sin duda polémico. Ninguno de estos proyectos
llegó a materializarse, si bien el guion de san Pablo fue publicado. No era una
película de época, sino la transposición de la vida del apóstol a determinados
escenarios y lugares del siglo XX, combinando escenas documentales con textos
que aparecían en fundidos en negro, tomados de los Hechos de los Apóstoles y de
las cartas. Barcelona, París, Múnich, Roma o Nueva York eran las ciudades en
las que transcurría la existencia de Pablo en el siglo XX.
Pasolini presentaba dos Pablos diferentes: el
fariseo rigorista, fundador de una Iglesia institucionalizada, y el santo, que
no oculta sus debilidades y escribe el mejor de los himnos a la caridad. El
segundo Pablo es el que despierta la simpatía del director, pues imagina que el
fariseo tendría mucho que ver con la muerte temprana de su madre y la educación
autoritaria de un padre distante en lo físico y en lo espiritual. Será ese
padre el que le envíe a Jerusalén para recibir una educación farisea. Pero el
Pablo preferido por Pasolini es que el habla de «escándalo para los judíos y
necedad para los gentiles». Se identifica con el Pablo de las cartas, no con el
de los Hechos. Además, la película, como otras del director, sería una
requisitoria contra la civilización burguesa, que ha borrado el sentimiento de
lo sagrado del centro de la vida humana. Arremete contra «judíos y gentiles»,
la doble expresión del conformismo contemporáneo, en el aspecto hipócrita y
convencionalmente religioso, y en el laico, liberal y materialista. Vemos
incluso a un Pablo abrumado por el cansancio y el desánimo, cuya predicación es
rechazada en la Roma escéptica y liberal, la Atenas del siglo XX, o no
encuentra eco en medio de la muchedumbre y del tráfico de Nueva York, ciudad
símbolo de la alienación y la soledad. Finalmente será en Estados Unidos donde
Pablo sufra el martirio, víctima de un francotirador en la ventana de un motel,
una clara referencia al asesinato de Luther King. Esa muerte se produce entre
la indiferencia de los que pasan.
Una interpretación de la película es que Pasolini
pretendía denunciar un mundo vacío de caridad, la caridad definida en la
primera Carta a los Corintios. El director afirmaba que las ideologías y una
concepción burocratizada de la religión son ajenas a ella. Subrayó que todo
poder establecido insiste mucho en la fe y la esperanza, nunca en la caridad.
La dificultad de traducir esto en imágenes le hizo modificar el guion en
diversas ocasiones. Pero ni siquiera un actor como Orson Welles, pensado para
encarnar a san Pablo, habría podido transmitir con plena fidelidad las
contradicciones que el director creía ver en el apóstol.
En septiembre de 1974 Pasolini leyó en la prensa el
discurso de Pablo VI en una audiencia general que comenzaba refiriéndose a las
dificultades de la Iglesia en un mundo cambiante, en el que el cristianismo no
tendría derecho a la existencia, pues resultaba más sencillo asumir una
concepción racionalista y científica sin dogmas ni jerarquías. No era un
discurso pesimista, pues el Papa aseguraba que una fe viva y auténtica era la
primera condición para superar esta dificultad. Pasolini había confesado a un
periodista que era consciente del sufrimiento experimentado por Pablo VI en la
época del posconcilio, un sufrimiento acentuado por su condición de intelectual
reflexivo, no dado a las manifestaciones externas, pero no por ello menos
sincero. Respondió al discurso con un artículo donde decía que la Iglesia
debería pasar a la oposición y enfrentarse al poder burgués que pretendía
excluirla después de haberla instrumentalizado durante más de un siglo, y
añadió que toda religión verdadera debía de oponerse a ese poder.
Es muy probable que Pablo VI leyera su artículo,
pues el 2 de noviembre de 1975, cuando la televisión dio la noticia del
asesinato de Pasolini en una playa de Ostia a manos de un joven de 17 años, el
Papa desautorizó un comentario descalificador de uno de sus colaboradores. Se
levantó, se puso de pie frente a la pantalla para trazar la señal de la cruz y
a continuación añadió: «Requiem aeternam dona dei
Domine. Y ahora recemos todos por esta pobre alma».
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