Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Mis ojos han visto a tu Salvador
Viernes de la 4ª semana del tiempo ordinario.
Presentación del Señor / Lucas 2, 22-32
Evangelio: Lucas 2, 22-32
Cuando se cumplieron los días de la purificación,
según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para
presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo
varón primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación,
como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón,
hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu
Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería
la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al
templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo
acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu
siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has
presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de
tu pueblo Israel».
Comentario
Sorprende que en sólo un bebé tanto Ana como Simeón
reconozcan al mesías. Les basta un signo mínimo para ver cumplidas sus
esperanzas. No están de hecho cumplidas, pero comienzan a atisbar el
cumplimiento en un pequeño niño de cuarenta días, que ni siquiera puede hablar
o moverse por sí mismo. No escuchan voz alguna. No ven gesto prodigioso de
ningún tipo. No necesitan ver todo el cumplimiento para ver cumplida la
«promesa». ¿Cómo le reconocen?
«El Espíritu Santo estaba con» Simeón «fue al templo»
«impulsado por el Espíritu». El Espíritu de Dios conoce lo que es de Dios. Sólo
quien tiene el Espíritu puede reconocer a Dios allí donde aparece,
especialmente en los signos parciales. Sin el Espíritu los ojos nos ven más que
lo visible e inmediato. Pero ¿quién tiene el Espíritu?
De Ana no se nos dice nada respecto del Espíritu. Pero
sí le dibuja el evangelista un corazón humano completamente abierto a la venida
de Dios. Era «profetisa» porque su vida consistía en esperar el porvenir: «no
se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día».
Ana reconoce la gloria De Dios en ese niño porque la venida misma del niño le
llena del Espíritu. Quien tiene un corazón profético, un corazón hecho de
esperanza, se llena del Espíritu de Dios en cuanto lo encuentra.
Por eso hoy vamos todos con candelas, acompañando a
María. Nuestro corazón se enciende con el de María y ve como el suyo a Dios en
los signos más pequeños de su presencia, y cree que la palabra de Dios se ha
cumplido.
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