Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y
el Hijo del hombre va a ser entregado
Miércoles de la 8ª semana de tiempo ordinario / Marcos
10, 32-45
Evangelio: Marcos 10,
32-45
En aquel tiempo, los discípulos iban subiendo por el
camino hacía Jerusalén y Jesús iba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos
y los que lo seguían tenían miedo. Él tomó aparte otra vez a los Doce y empezó
a decirles lo que le iba a suceder:
«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del
hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo
condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le
escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará».
Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan,
y le dijeron:
«Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir».
Les preguntó:
«¿Qué queréis que haga por vosotros?». Contestaron:
«Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y
otro a tu izquierda». Jesús replicó:
«No sabéis lo que pedís, ¿podéis beber el cáliz que yo
he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?».
Contestaron:
«Podemos». Jesús les dijo:
«El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis
bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi
derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo, sino que es para quienes
está reservado».
Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra
Santiago y Juan. Jesús, llamándolos, les dijo:
«Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los
pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre
vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y
el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no
ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos».
Comentario
El camino a Jerusalén marca siempre la conciencia de
Jesús: en esa ciudad se condensa toda la historia de Israel y, por ende, toda
la promesa de Dios a su pueblo; Jerusalén será el lugar de cumplir la voluntad
definitiva del Padre. «Jesús iba delante de ellos», decidido, asumiendo con
libertad en cada paso su destino. Debía notarse externamente, porque los
discípulos «estaban sorprendidos y los que lo seguían tenían miedo». Sus pasos
debían ser mu decididos y su mirada muy profunda. No saben a qué suben a
Jerusalén exactamente, pero todo parece indicar que se acerca el final. Por eso
están nerviosos, asombrados y asustados. Aquella mezcla de sentimientos debió
complicarse por las palabras de Jesús: «el Hijo del hombre va a ser entregado a
los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a
los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a
los tres días resucitará».
Sin embargo, los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan se
envalentonan: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu
izquierda». Ante el miedo responden pidiendo un cargo en el reino. «Los otros
diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan». Lo cierto es que
podía parecer que se estaban intentando adelantar a los demás discípulos. Pero
Jesús lo entendió de otra manera: ellos querían que supiera Jesús que estaban
decididos a tragar su miedo para estar con Él; querían estar en todo momento
con Él, y estaban dispuestos a pasar lo que hiciera falta por Jesús: «Podemos»,
respondieron dando su disponibilidad al martirio. Aquel gesto debió hacer
sentir cierto alivio a Jesús en la soledad de su destino en la cruz. Sabía que
en el momento de la crucifixión le abandonarían, pero que tenían la voluntad de
acompañarlo. Que, en el momento oportuno, con la ayuda del Espíritu, serían
capaces vivir su misma suerte: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y
seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar». Jesús no
necesitaba la perfecta compañía de los suyos: sabía de su fragilidad, pero le
bastaba con conocer su disponibilidad a amarle.
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