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    lunes, 7 de marzo de 2016

    En torno a la Misericordia

    Las razones del corazón | Manuel Soler Palá, msscc

    En torno a la Misericordia  


    Es sabido que el Papa ha publicado una bula titulada “el rostro de la misericordia”. En ella convoca al jubileo extraordinario de la misericordia que iniciará el 8 de diciembre del año en curso. Indudablemente el Papa Francisco alberga entre pecho y espalda un corazón sensible, ocupado y preocupado por el sufrimiento físico y moral del prójimo. Me propongo comentar algunos flecos de lo que implica esta hermosa virtud. 
    Resulta imprescindible comprender en sus justos términos lo que el teólogo vasco afincado en San Salvador, Jon Sobrino, llama “principio de la misericordia”. Y es que el término puede sugerir conceptos insuficientes y hasta peligrosos. No se reduce al mero sentimiento de compasión, que podría caminar desvinculado de toda praxis. Como cuando el espectador tuerce el gesto ante el televisor cuya pantalla le muestra las torturas de un semejante. Siente su dolor y hace una mueca de desagrado. Pero ahí termina su compromiso.
    Tampoco la misericordia debe ser asociada, sin más, a las llamadas “obras de misericordia.” Merecen las tales todos los elogios, sólo que acecha un peligro: el de que su gestor, atareado por la acción y la urgencia, no repare en identificar las causas que humillan, excluyen y maltratan a las personas. Y entonces bien pudiera suceder que la sociedad engendre continuas situaciones de injusticia, mientras unos pocos ponen el bálsamo del consuelo en las heridas de las víctimas.
    Seguramente resulta prioritario tomar acciones contra las causas que fabrican víctimas.  Significa ello que el hecho de aliviar a los individuos traspasados por la lanza de la injusticia no exime de preocuparse por la buena salud de las estructuras, de la matriz que conforma la sociedad.
    La misericordia no tiene nada en común con el paternalismo. El paternalista acoge las necesidades del pobre y del excluido, pero, a cambio, exige reverencias y aplausos. El otro tiene que reconocer que su salvación pende de quien se digna fijar en él sus pupilas. Ahora bien, su particular mesías se halla situado a un muy diverso nivel. Debe reconocerlo y, si hace al caso, proclamarlo.
    No sería de buen gusto confundir los mencionados conceptos con la auténtica misericordia. Quizás nos acercaríamos a una definición aceptable si dijéramos que la misericordia es una acción/reacción contra el sufrimiento ajeno. Una acción que puede aflorar porque previamente la persona sintoniza con el dolor del prójimo desde la profundidad de sus entrañas. Desde el corazón. La misma semántica ofrece pistas: “miseri-cor-dia” equivale a compadecerse con el corazón.

    No pasar de largo
    Desde ahí adquiere todo su sentido que la más conocida descripción de Dios en el Antiguo Testamento se refiera al Dios fiel y misericordioso. El rostro de Dios aparece vibrante al reaccionar contra el sufrimiento de sus criaturas. Así escucha el clamor del pueblo y lo saca de la dura esclavitud de Egipto. Los profetas claman y proclaman la misericordia de Dios. Es precisamente lo que mueve las denuncias contra las injusticias de los poderosos. Les interesa poner coto al sufrimiento de los inocentes. El mesianismo no es sino la promesa de que un día el Rey —el verdadero Rey: Dios en último término— pondrá las cosas en su lugar, es decir, hará la justicia que los pequeños desean y no encuentran.
    Jesús siente misericordia ante las multitudes, pero también cuando encuentra a la viuda cuyo hijo cadáver acompaña al cementerio y cuando observa el dolor de Marta y María frente a su hermano muerto. Entonces llega hasta el sollozo. Él es el buen samaritano que no pasa de largo. La parábola refleja su quehacer. La reacción que le provoca el sufrimiento ajeno y, sobre todo, el sufrimiento generado por las injusticias y prepotencias, es lo que vertebra su forma de actuar, de predicar y orar.
    La tradición cristiana lo expresa con claridad al decir que el fundamento de la vida y de la espiritualidad está en el amor. Sin embargo, si queremos afinar un poquito más, quizás tengamos que decir: en el amor coloreado de misericordia. Porque hay amores egoístas, prepotentes y falsos. El camino hacia el auténtico amor cristiano va del brazo de la misericordia. Las curaciones de Jesús están movidas por su misericordia, lo mismo que la parábola del hijo pródigo que muchos exegetas preferirían llamar del Padre misericordioso. Un padre, como se ha dicho, con corazón de madre. No pregunta, no juzga, no reprocha. Un corazón de pura fibra maternal.
    Cuando la misericordia constituye la trama que entrelaza el quehacer de la persona, entonces, naturalmente, es mejor curar a un hombre en día festivo que apelar a la ley del sábado y dejarlo en la orilla. Por supuesto, una Iglesia que quiere mirarse en el espejo de Jesucristo no puede sino estructurarse en torno a la misericordia.
    Ello implica salir del pequeño mundo que uno se construye, tomar en serio la misión, compartir, no temerle a que se le recorten los dineros públicos o los de instituciones y personas que no ven con buenos ojos tanto afán por los inmigrantes, la gente de la periferia, los sin trabajo y sin papeles.... Tantas finuras les generan mala conciencia a los ciudadanos que se consideran por encima de toda sospecha. Determinados juicios y acciones les perturban la digestión. Y, además, los excluidos podrían envalentonarse. Son muchos... La Iglesia vertebrada por la misericordia ya no se limita a ofrecer un vaso de leche al pobre moribundo de la esquina. Pregunta, interpela... molesta. ADH 795

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