Nihil Obstat / Martín Gelabert Ballester, OP
Navidad, religiosidad de temporada
Los días de Navidad y de Semana Santa se han convertido para
muchos en lo que podríamos llamar religiosidad de temporada. O sea, se trata de
unos días en los que se asiste a algún acto de culto, o se presencia una procesión,
o se aplaude a una imagen, o se adorna la casa con un belén, pero lo propio de
la religión, que es el encuentro con Dios, ni se plantea. Importa la
sensibilidad. O mejor, la sensiblería.
En la religiosidad de temporada, los medios ocultan el fin.
Abundan los medios. Pero no median. Porque lo propio de una buena mediación es
ir más allá de ella misma, orientar hacia otra realidad más grande. Un medio
que se queda en sí mismo es un puro fuego de artificio sin ningún contenido. A
este respecto es bueno recordar un máxima de Tomás de Aquino: el acto del
creyente no se termina en el enunciado dogmático, en la mediación, sino en la
realidad divina que quiere expresar el enunciado o a la que orienta la
mediación. Confucio, un pensador chino que vivió antes de Cristo, lo decía de
otra manera: cuando el sabio señala la luna, el idiota mira al dedo. En todos
los dominios de la vida hay muchos necios. Cicerón y una mala traducción de la
Vulgata (Ecl 1,15) hicieron famoso el dicho de que el número de los tontos es infinito.
Digo todo esto para exhortarme a mí mismo, y exhortar a quién
me lea con un poco de simpatía, a aprovechar bien esos días de Navidad para no
quedarnos en la superficie de las imágenes religiosas, ni en sentimentalismos
familiares, ni en lamentos por las restricciones que impone la epidemia. Son
días para contemplar el misterio de la Encarnación. Y contemplando este
misterio divino, ver su prolongación en cada ser humano, con el que Dios se ha
unido. Eso no quita, todo lo contrario, que aprovechemos estos días para
estrechar o revitalizar los lazos familiares, o para reconciliarnos con alguna
persona distante (quizás un miembro de nuestra propia comunidad o familia).
Pero para que estos encuentros sean auténticos, para que vayan
más allá de la euforia provisional provocada por la bebida o por el ambiente,
deben brotar de un corazón cambiado por el espíritu de Dios, un corazón que
contempla en el misterio del nacimiento de Jesús el gran amor de Dios a todo
ser humano. Y, por tanto, el gran amor que debemos manifestarnos unos a otros,
precisamente porque todos y cada uno somos amados por Dios. Los cristianos
estamos llamados a amar lo que Dios ama.
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