Actualidad | Josep Miquel Bausset
San Benito, padre de
monjes y patrono de Europa
Este 11 de julio, los monasterios benedictinos y
cistercienses celebramos la fiesta de San Benito, patrón de Europa. El padre de
los monjes de Occidente nos muestra que, después de XV siglos de la vida
monástica, este carisma es tan actual como lo fue en el siglo VI. Y es que el
monaquismo, ayer, hoy y siempre, es un camino que consiste en trenzar una
historia de amor y de vida. Este es el objetivo de los que en los monasterios
nos consagramos a Dios en el seguimiento de Jesús y que en el seno de una
comunidad queremos hacer de la propia vida, enlazada con la del Maestro, una
historia de amor.
El monje, siguiendo el Evangelio, ha de ser un
hombre que en el seno de la comunidad, sueña, arriesga y se compromete en un
estilo de vida que le lleva a trabajarse para cambiar su corazón. O mejor: para
dejar que Dios cambie el propio corazón de piedra en un corazón de carne. Es
Jesús Resucitado, centro de la vida del monje, que ilumina nuestra esperanza y
nuestras noches oscuras y quien cura las heridas (propias y ajenas) del
corazón. Y es en la esperanza, en un tiempo de tantas desesperanzas, de tantas
incertidumbres y de tantas muertes, que los monjes hemos de sembrar semillas de
resurrección.
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Benedictinas de Sant Daniel |
El 27 de marzo del año pasado, en el inicio de la
pandemia del coronavirus, en la oración del papa Francisco, solo en una plaza
de San Pedro totalmente vacía y bajo la lluvia, el obispo de Roma nos invitaba
a elegir entre “lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que
es necesario de lo que no lo es”. Estas palabras del papa me recordaron lo que
hizo San Benito, un joven de buena familia que, proveniente de Núrsia, fue a
estudiar a Roma, en aquel momento centro de una sociedad decadente.
Desilusionado de aquel ambiente superfluo y frívolo, Benito abandonó los
estudios y se fue a Subiaco.
Y fue en una cueva, en un lugar escondido, donde
creó su desierto interior, en una solitud deseada para encontrar a Dios en el
silencio de su propio corazón. En Subiaco, Benito descubrió en la mirada de
Jesús, la profundidad de un amor eterno, que llegaba hasta el corazón de cada
persona. Y en el silencio, Benito descubrió aquella zona del corazón donde Dios
habita y donde podemos encontrar el secreto de la alegría. Benito, que buscaba
a Dios, descubrió muy pronto que Dios lo buscaba a él, y de este deseo mutuo
nació la vida monástica, que no es sino esta búsqueda sincera del Dios que es
amor.
El monje no se sabe un superhombre, sino que
reconoce que, a pesar de su debilidad y su fragilidad, confía en el Señor que
lo ha llamado para vivir aquella alegría que llena su corazón. Y es que el
amor, y solo el amor, es el origen de la vida monástica, que de esta manera se
convierte en un camino, en una aventura, en un éxodo que lo hace salir de uno
mismo para buscar a Dios.
El monje es aquel que, con “un corazón y una mente
abiertos a toda la humanidad”, como ha dicho el P. abad Josep Mª Soler, quiere
hacer con su vida y con la oración, un servicio a favor de nuestro mundo, tan
herido y tan lleno de injusticias.
En este tiempo marcado por la Covid-19, los monjes
hemos de saber acoger y curar las heridas, tanto las propias como las de los
hermanos. Guiados por el Espíritu, el monje intenta ser testigo de fraternidad,
artesano de comunión, sembrador de unidad, icono de la Santa Trinidad y
servidor de la caridad. Con su vida, que pone en manos de Dios, y a pesar de su
pecado, el monje es el hombre de los sueños, un verdadero soñador, porque se
fía totalmente de aquel Dios que abre caminos nuevos, allí donde,
aparentemente, no existe ninguna posibilidad de avanzar.
San Benito quiere que el monje sea un hombre
acogedor, como la sombra de un pinar o como el agua limpia y fresca que se
ofrece generosamente a los pelegrinos cansados del camino. Y es que, iluminado
con la luz nueva de Pascua, el monje, como pide San Benito, ha de aprender a
ser paciente y humilde como las plantas del bosque, pequeñas y sencillas y a la
vez, llenas de fragancia y de belleza. Solo así será capaz de acoger el
misterio y el sacramento del hermano, con amabilidad y sin dureza. Reconociendo
a Cristo en el prójimo, el monje sabrá entender y aceptar las complejidades (y
hasta las rarezas) de los hermanos, amándolos como son, no como nosotros
quisiéramos que fuesen.
Acogiéndolos sin juzgar-los, sin condenarlos, sin
señalar sus defectos ni tratarlos con dureza ni rigorismo. Siguiendo el
Evangelio y llevándolo dentro de vasijas de barro, el monje, con la fuerza del
Espíritu, ha de aprender cada día a vivir con una actitud orante y agradecida,
escuchando y acogiendo con amor a los atribulados y a los desesperanzados. El
monje fiel a Jesús, se ha de caracterizar por la sencillez de sus palabras y de
sus silencios. Y también por sus obras, a menudo pequeñas y muchas veces
manchadas con el barro del pecado.
En esta fiesta de San Benito, padre de monjes y
patrono de Europa, cada monasterio se ha de convertir en un taller de
fraternidad, para acoger a todos aquellos que se encuentran heridos y que
maltrechos por la vida y por el prójimo, necesitan un abrazo fraterno, una
sonrisa de ternura y un corazón capaz de vivir y de sentir la compasión y la
comunión que nos vienen de Dios.
Ese es nuestro reto y nuestra apuesta. Y así lo
intentamos vivir los monasterios de Santa María de Huerta y de San Pelayo de
Oviedo, de Sant Daniel de Girona y de San Bernardo de Burgos, de Santa María de
las Escalonias, de Villamayor de los Montes, de Sant Pere de les Puel·les, de
Sobrado dos Monxes y de San Pelayo de Santiago. Monjas y monjes enamorados de
Cristo y que vivimos nuestra vocación en Armenteira, Carrizo de la Ribera, la
Fuensanta y Silos, Leyre, San Isidro de Dueñas y Montserrat. Mujeres y hombres
apasionados y comprometidos con el Evangelio y que siguiendo la Regla de San
Benito acogemos la luz que nos viene del Señor, para así iluminar las
oscuridades y las tinieblas de nuestro mundo y de nuestro propio corazón.
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