Biblia | José Rafael Ruz
Villamil /Eclesalia
La causa de Jesús
Considerados como expresión de la irrupción del
Reino de Dios en la historia, los hechos de Jesús de Nazaret —obras de poder
según la tradición sinóptica, signos según la tradición del cuarto evangelio y,
en las lenguas latinas, llamados milagros— muestran también la voluntad de Dios
como Padre en relación con el bienestar de sus criaturas. Así, el recuerdo de
Jesús dando de comer a una multitud y que ha venido a llamarse la
multiplicación de los panes y los peces, es el único hecho del Maestro
conservado en los cuatro evangelios, aunque vale subrayar que en ninguna de las
seis versiones (Mc 6,30-44; 8,1-10; Mt 14,13-21; 15,32-39; Lc 9,10-17; Jn
6,1-15) haya referencia alguna al multiplicar y, sí, al partir y bendecir o dar
gracias, y el desafiar abiertamente a la lógica económica.
El relato inicia con un diálogo, entre Jesús y los
suyos, estructurado como un juego desafío-respuesta propio de la mentalidad
mediterránea del primer tercio del siglo I y en el que queda de por medio el
honor del desafiado: así, en la versión de Juan, es Jesús quien toma la
iniciativa y plantea un desafío a los suyos en la persona de Felipe que, a su
vez, responde al Maestro con otro desafío apelando a un razonamiento económico
—apoyado por el comentario de Andrés en relación con la escasez de recursos—
como argumento de la imposibilidad de cumplir el deseo del Galileo. Este zanja
la cuestión con los hechos dejando a salvo su honor tanto ante los suyos como
ante la multitud, y consiguiendo que los discípulos miren el problema desde su
perspectiva.
Y aunque es, justamente, en el ámbito de los
hechos donde la razón educada en el positivismo encuentra escollos insalvables
en un relato de esta índole, vale apuntar en relación con milagros de Jesús que
“no se los estudia tanto como un «en-sí» a partir de un cuestionamiento
filosófico y científico, sino más bien como manifestaciones que se sitúan en un
determinado contexto histórico y que son capaces de impactar a quienes vivían
en ese tiempo y lugar” (así J. Schlosser, Jesús, el profeta de Galilea,
Salamanca 2005). Y es que es, precisamente, el impacto del hecho en cuestión lo
que distingue el relato de Juan de aquéllos de los sinópticos, a más de venir a
aclarar algún punto de estos. En efecto, es el cuarto evangelio el único que
recuerda la reacción de la multitud saciada: «Este es verdaderamente el profeta
que iba a venir al mundo». Ahora bien, en el horizonte de la expectativa
mesiánica de entonces, el imaginario popular, a partir de una cierta lectura de
un texto del Deuteronomio —«Yahvé tu Dios te suscitará, de en medio de ti, de
entre tus hermanos, un profeta como yo: a él escucharéis» (18,15)—, alimenta la
idea de que un profeta como Moisés habría de venir como respuesta de Dios a la
calamidad de su pueblo. Y si bien en los círculos cultos de Judea se identifica
al tal profeta con Elías, parece ser que en Galilea este profeta se piensa en
una como síntesis de Moisés y Elías.
Ahora bien, una vez que se propaga entre la
multitud la asociación entre Jesús y el profeta esperado, el correlato es hacer
Rey de Israel a este predicador galileo: esto supone, ni más ni menos, iniciar
una revuelta con él a la cabeza, cuestión harto plausible y, por demás,
sumamente crítica. Y es que el no alineamiento de del Maestro con ninguno de
los grupos y fuerzas de entonces aunado a lo inédito de su praxis, hubo de
permitir que los diferentes intereses en juego y que se relacionan con un
futuro inmediato de libertad en relación con la ocupación romana, interpretasen
a Jesús según su conveniencia. De ahí que, según Marcos, Jesús “Inmediatamente
obligó a sus discípulos a subir a la barca y a ir por delante hacia Betsaida,
mientras él despedía a la gente” (Mc 6,45) actitud que empalma con la
aseveración de Juan: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la
fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo”: se trata,
evidentemente, de evitar que los discípulos—contagiados por el entusiasmo
popular— acaben arrastrados a una aventura que Jesús no quiere y que rechaza en
cuanto que contradice su perspectiva del Reino de Dios, esto es, de la
presencia transformante del Padre en el mundo y en la historia de los hombres.
Es así que una lectura sesgada del signo del pan
compartido vino a transformar en una masa al colectivo que Jesús invita a
devenir en comunidad fraterna a partir de remontar la aparente escasez de
recursos. Y es que, si bien el Reino de Dios supone la liberación existencial
del hombre no sólo en su interior, sino, también y desde luego, en su dimensión
socioeconómica y política, pasa, por voluntad expresa del Maestro, por la
experiencia de la igualdad fraterna en una comunidad cohesionada por una causa
común: la praxis del Reino de Dios, a diferencia de la masa, que suele
generarse cuando un colectivo se aglutina y actúa movido por un entusiasmo
circunstancial que, capitalizado por un líder, solamente es capaz de conseguir
un objetivo inmediato. En este sentido, la dimensión histórica de la causa de
Jesús de Nazaret, expresada en el pan compartido, queda como un cuestionamiento
abierto a la inmediatez estimulada por la egolatría de quienes —en el ámbito
que fuere—, creyéndose poseedores de la verdad absoluta, pretenden imponer sus
intereses a costa de la dignidad y de la autonomía tanto de la persona como de
la sociedad.
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