Meditación | Dolores
Aleixandre
Pan de Dios en el desierto de SIN
Rabí Yehudá ben Samuel sentía sobre sus hombros un
pesado fardo que aumentaba cada vez que recordaba las palabras del salmo: “Lo
que oímos y aprendimos y nos contaron nuestros padres, no lo encubriremos a
nuestros hijos, lo contaremos a la siguiente generación: las glorias del Señor,
y su poder, y las maravillas que realizó…”
Corrían tiempos difíciles y él no estaba seguro de
poder comunicar a sus hijos esas maravillas. Vivían en un país de la diáspora,
los niños se mezclaban con hijos de gentiles y, aunque aprendían hebreo en la
Bet ha Midras, esa lengua ya no era la suya ni tenían ya la misma veneración
por las costumbres judías que él había vivido en su infancia. Hacían preguntas
que él de niño jamás se habría atrevido a hacer y había oído decir a su hijo
mayor que el maná solo era semillas de cilantro que habían encontrado en el
desierto: “Era como el que guarda mi madre en la despensa y no me extraña que
nuestros padres se cansaran de comer lo mismo durante cuarenta años”.
Por eso Rabí Yehudá se preparaba para narrarles
aquella historia, así que tomó el rollo de la Torah y buscó el libro de Shemot.
Cuando encontró el relato del maná, sintió una intensa emoción: “Toda la
comunidad de Israel partió de Elim y llegó al desierto de Sin el día quince del
segundo mes después de salir de Egipto y la comunidad de los israelitas
protestó contra Moisés y Aarón en el desierto diciendo: Nos habéis sacado de
Egipto para matar de hambre a toda esta comunidad…”
Así comenzaba el relato que se había convertido
para él en el maestro que lo había iniciado en otro tipo de sabiduría y le
había convertido en el creyente que ahora era. Cuando lo descubrió, estaba
atravesando un tiempo de penurias y se había reconocido en las murmuraciones de
los israelitas y en su fe vacilante. Más tarde le llegó un golpe de suerte y
los tejidos que fabricaba subieron de valor pero, con la riqueza, llegaron las
tentaciones: “Es mi habilidad para los negocios la que me ha hecho rico”, pensó.
Pero las palabras de Moisés le curaban de su soberbia: “Es el Señor quien os da
este pan…”
Con las posesiones, llegó también la ansiedad por
acumular pero tuvo un sueño liberador: al abrir las arcas en que almacenaba sus
bienes, las encontraba llenas de gusanos, como el maná que se guardaba de un
día para otro. También su afán por seguir produciendo sin detener el ritmo de
los telares se le reveló, de pronto, como un gran pecado y volvió a guardar el
Sábado como día dedicado al Señor, según había ordenado Moisés. Empezó también a obedecer la orden de “llevar
porciones a los que no tenían” y se convirtió en un hombre generoso que
compartía con esplendidez sus bienes con los pobres. Iba aprendiendo a conocer
mejor la desmesurada misericordia de su Dios y a descubrirla como un manantial
incesante de dones que colmaba de bienes su existencia.
La llegada de sus hijos interrumpió sus recuerdos.
Se quedaron de pie en torno a él y antes de comenzar su explicación, Rabí
Yehudá pronunció la bendición: “Bendito eres, Señor Dios nuestro que nos
rescataste de la esclavitud, nos hiciste vivir y en la abundancia nos
alimentaste. Bendito eres Tú Señor, Rey del universo, que sacas para nosotros
el pan de la tierra”. Y ellos respondieron: Amén, amén. Y se sentaron a escucharle.
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